68
Víctor despierta
Víctor abrió los ojos envuelto en la tibieza de sus sábanas. Habían pasado más de treinta horas desde el accidente. Ahogó un bostezo y se estiró en la cama. En el techo flotaban nubes azules y, entre ellas, navegaban varios barcos diminutos. Se oía un rumor lejano de mar y gaviotas. Víctor sonrió. Cuando era pequeño y no podía dormir, la casa siempre preparaba escenarios parecidos para hacerle conciliar el sueño. La mayor parte de las veces caía dormido casi al instante, pero otras se quedaba despierto hasta bien entrada la madrugada, contemplando las nubes y los barcos, que a veces entraban en feroz combate para distraerlo.
La sonrisa con la que había despertado se le rompió en los labios al recordar lo ocurrido. Se incorporó en la cama con brusquedad. La garganta seca y el miedo aporreando su corazón. Todo iba llegando de golpe: la mirada negra flotando en la nada, la caída y el dolor, los diablos rojos y el enorme lobo…
Su madre estaba sentada junto a la cabecera de la cama. Se había adormilado hacía un rato, pero en cuanto Víctor se revolvió en su lecho se despertó por completo.
—Buenas tardes, cariño… —Diana sonreía, a pesar del desconcierto y el miedo que podía ver en los ojos de su hijo. El día anterior, por un momento, había pensado que jamás volvería a ver vida en aquella mirada—. Ayer tuviste un día movido… Así que no hagas movimientos demasiado bruscos, no queremos que se te caiga nada.
—¿Mamá? ¿Qué… qué ha pasado?
—Tuviste un accidente… Pero la casa te ha salvado, aunque no se lo pusiste fácil, te lo aseguro.
—No fue a propósito.
En ese instante Paula se escurrió a través de una pared y se acercó a ellos.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—No lo sé… Machacado y cansado… Pero bien, creo.
—Eso es bueno. Ya hay demasiados fantasmas en esta casa. No quiero ni uno más… —le dijo Paula.
—¿Puedes decirles a Eduardo y Bernabé que Víctor se ha despertado, Paula? —le pidió Diana—. Están fuera y allí no hay espejos.
—Ahora mismo… —contestó ella. Luego se dirigió a Víctor—: Me alegro de que estés bien… —dijo y se inclinó para darle un beso en la frente. El muchacho sintió el suave cosquilleo eléctrico de aquellos labios en su piel y fue como si una gran mariposa se hubiera despertado en su pecho y hubiera echado a volar.
El fantasma se elevó en el aire y atravesó la pared. Diana se quedó mirando el lugar por donde había desaparecido Paula, perdida en sus pensamientos. Luego miró a su hijo, que todavía tenía las mejillas enrojecidas tras el beso.
—¿Qué fue lo que ocurrió? —le interrogó.
Víctor carraspeó. La calidez del beso de Paula dejó paso a una terrible frialdad.
—Fue culpa mía… Me quité un momento el talismán de repulsa… —confesó, avergonzado, pasándose la palma de la mano por su pecho—, íbamos a echar una carrera desde el cruce hasta el gran roble y no quería que se me clavase… —su madre asintió, sin recriminarle nada, probablemente porque sabía que de eso se encargarían Eduardo y, sobre todo, Bernabé—. No debería habérmelo quitado… Lo sé.
Víctor resopló y, muy despacio, tratando de no olvidarse nada, le contó lo que había ocurrido. Cuando llegaba a la parte en que el lobo desgarró su mochila para colocar el talismán de repulsa sobre su cuerpo, Paula atravesó la puerta de la habitación y, un segundo después, esta se abrió para dejar paso a Eduardo y a Bernabé. Tuvo que contar la historia de nuevo y, como esperaba, en cuanto comentó que se había quitado el talismán de repulsa se ganó una bronca de proporciones épicas.
—¿Pero en qué estabas pensando, majadero? —le gritó su tío—. ¿Crees que esto es una broma o algo por el estilo? ¡Te estás jugando el pellejo!
—Ha aprendido la lección. Y de la forma más dura… —señaló Diana—. Algo me dice que a partir de ahora va a estar muy unido a ese talismán.
Víctor asintió, compungido.
—No saldré nunca sin él… Antes me olvidaré la cabeza.
—Por si acaso no saldrás nunca sin que nadie se cerciore de que lo llevas —dijo Eduardo—. Ya tenemos bastantes problemas, hagamos lo posible para no crearnos más. ¿De acuerdo?
Víctor volvió a asentir. Luego retiró las sábanas que lo cubrían.
—De acuerdo, sí… Ahora si me disculpáis un minuto… Llevo como mil horas sin ir al cuarto de baño… —salió de la cama y, nada más poner un pie en el suelo, sintió que le temblaban las rodillas. La casa podía haberle salvado la vida, pero todavía estaba muy débil.
—¿Puedes solo? —preguntó su madre.
Él asintió y salió de la habitación apoyándose en la pared.
—Una mirada tenebrosa y una lengua con un ojo en la punta —comentó Eduardo, frunciendo el entrecejo una vez que Víctor cerró la puerta tras él—. No tengo ni idea de quién o qué podía ser eso…
—O un curioso que quería echar un vistazo al Mestizo o alguien con malas intenciones inspeccionando el terreno… El talismán de repulsa impide que se lancen hechizos a distancia contra quien lo lleve… Pero al niño le molestaba —Bernabé agitó la cabeza y chasqueó la lengua—. Ahora mismo el que de verdad me preocupa es el lobo…
—El lobo le salvó la vida —terció Paula.
—Sí… Le salvó la vida. Pero si es quien yo pienso, puede que la próxima vez que nos lo encontremos no sea tan amigable…
—¿Y quién piensas que es? —preguntó Diana.
—Kellian, el Cazador… Los Arcontes ya deben de saber que Víctor ha regresado a la Telaraña y han comenzado a mover sus piezas… Y Kellian es siempre la primera que despliegan en el tablero.
—La cosa se complica… —susurró Eduardo.
—Y esto sólo es el comienzo, hermano.
Cuando Víctor regresó del cuarto de baño hizo la pregunta que todos esperaban y temían.
—¿Y Cristina? ¿Cómo le habéis explicado este jaleo?
Los tres adultos se miraron un momento, incómodos con la cuestión. Paula revoloteó en el techo.
—¿Le ha pasado algo?
—Tuvo un pequeño incidente en la casa… —dijo Eduardo.
—¿Qué? ¿Un incidente aquí?
De nuevo se encontró como respuesta un silencio tenso que Bernabé se encargó de romper:
—Contádselo de una vez. Con todo lo que sabe ya, no creo que le entre un ataque de pánico cuando se entere de que hay un prisionero en la casa.
—¿Qué?
Y se lo contaron. Le contaron que varias décadas antes de su nacimiento, un monstruo había habitado la casa de la colina. Le hablaron de su poder y de su maldad, pero no mencionaron lo que hacía con la gente que raptaba. Le hablaron de cómo transformó la naturaleza de la casa a su imagen y semejanza y de las oscuras criaturas con las que pobló la colina, pero no le contaron nada de las fosas comunes que repartió por los jardines y los bosques. A continuación le explicaron cómo sus abuelos, los padres de Eduardo y Bernabé, llegaron al pueblo con el único objetivo de derrotar a la oscuridad que se cernía sobre la colina. Eran exorcistas. Cazadores de demonios. Se dedicaban a buscar focos de maldad en la Telaraña y extirparlos; y por eso acudieron a la Colina Negra. La lucha fue terrible. Y aunque lograron derrotar al mal que habitaba en la casa, pagaron un alto precio: su abuelo pereció en la lucha.
El asesino fue llevado ante los Arcontes y se ordenó que quedara confinado en el mismo lugar donde durante años había vivido. En el sótano, el lugar predilecto de sus fechorías. En una celda sellada mágicamente y que sólo se abriría cuando el prisionero se arrepintiera de todo el mal que había causado a lo largo de su vida. Pero, de algún modo, el hechicero logró añadir una cláusula al hechizo que cerró la puerta: cualquiera podría abrir la puerta desde el exterior y liberarlo. La celda y la magia de la casa lo mantendrían con vida de tal modo que aquello se convertiría, si su conciencia no cambiaba, en una verdadera cadena perpetua.
Luego le contaron lo que le había ocurrido a Cristina y su marcha, por no llamar huida, de la vivienda.
Víctor escuchó, atónito. Se había pasado la vida entera, sin saberlo, a apenas unos metros del hombre que había asesinado a su abuelo. Pero eso no fue lo que más le alteró, eso no fue lo que hizo que su sangre hirviera.
—¿Hay algo más que no me hayáis contado? —preguntó, apretando los puños con fuerza—. ¿Hay algún secreto más que debería saber?
—No creímos que fuera necesario contarte nada sobre Sandoval… —le dijo Eduardo—. No tiene nada que ver con nosotros. Está encerrado en el sótano y nunca saldrá de ahí. No vimos nece…
—¡Cristina casi le abre la puerta a ese tipo! —Víctor sacudió la cabeza, incapaz de concebir que sus padres no comprendieran la gravedad de lo que habían hecho. ¿Acaso no eran ellos los adultos? ¿No se suponía que debían tener más sentido común que él?—. ¿Y si me hubiera engañado a mí? ¿Y si aprovechando un descuido vuestro me hubiera hecho bajar al sótano y abrirle la puerta? ¡No lo habíais pensado! ¡Podía haber sucedido! ¿Y sabéis por qué? ¡Porque yo no sabía nada del maldito prisionero!
—Víctor, tranquilízate… —le pidió su madre.
—¡No quiero tranquilizarme! —aulló.
—Claro, claro —intervino Bernabé—. Como tampoco sabías que no debías quitarte el talismán de repulsa, ¿verdad? Eso tampoco te lo había dicho nadie.
El comentario de su tío fue como un jarro de agua fría. Se sentó en el borde de la cama. Su enfado se había disipado como por ensalmo. Ahora sólo sentía vergüenza. Y una tristeza sin sentido, una desazón que le desarmaba y que crecía por momentos.
—Lo siento, lo siento… Lo siento mucho… —se disculpó con un hilo de voz—. Todo esto me ha puesto de los nervios… No quería, no quería gritaros… Yo… —guardó silencio. Tenía un nudo en la garganta—. Casi me matan, mamá… —dijo y se echó a llorar, consciente de pronto de la gravedad de lo que había ocurrido, de lo cerca que había estado realmente de morir—. Casi me matan… —repitió. La idea era enorme, inmensa y oscura—. Y esas cosas me miraban y se reían, ¿sabes? Cantaban mientras me moría —explicó, mirando a su madre con el rostro descompuesto.
Diana se sentó junto a su hijo y lo abrazó con todas sus fuerzas. Iba a consolarlo con un «ya pasó todo», pero al final se contuvo. No quería mentirle. Nada había terminado. Acababa de empezar.
—Estamos aquí, contigo —dijo, en cambio—. Y siempre lo estaremos. Te lo prometo.