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«Será vuestra tumba»
La puerta se abrió y Bernabé entró en la sala gris. Llevaba a Cristina en brazos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Eduardo, acercándose a su hermano.
—Sandoval ha tratado de engañarla para que abriera la puerta de su celda. No sé qué le ha hecho ver, pero cuando he llegado estaba aterrorizada. Si hubiera tardado un segundo más lo habría liberado —miró a su hermano, furioso—. ¡Te lo he dicho, Eduardo! ¡La casa ya no es segura! ¡Debéis marcharos de aquí!
—Y yo te lo he dicho ya mil veces, Bernabé. No nos iremos… —le respondió Eduardo—. Es nuestro hogar.
—Y será vuestra tumba si no dejáis de ser tan testarudos.
—Pobrecilla… —susurró Diana, mirando el rostro de la joven inconsciente—. Hoy va a ser un día difícil de olvidar para ella… Acércala a la piedra —le ordenó a Bernabé.
Él asintió y se dirigió al lecho de roca, contemplando el cuerpo de su sobrino. Estaba completamente repuesto ya, aunque el fulgor esmeralda que lo rodeaba seguía trabajando en él. Había faltado muy poco para que el muchacho muriera. La idea lo enfureció.
Nada más llegar a la piedra donde yacía Víctor, la luz esmeralda reaccionó a la presencia de la muchacha herida; un tentáculo de niebla se enroscó en su muñeca izquierda. En unos segundos la neblina se replegó, centrándose de nuevo en el cuerpo de Víctor. La joven abrió los ojos un instante después; gritó y trató de liberarse de los brazos de Bernabé.
—¡Tranquila, muchacha! ¡Ya ha pasado todo! —exclamó, y la dejó en el suelo tras esquivar un puñetazo que iba directo a su cara.
—Nadie va a hacerte daño, Cristina. Tranquilízate… —dijo Diana.
La joven miró a su alrededor, confusa y asustada. Vio a Víctor sobre la piedra, sin la menor herida, inmerso en lo que parecía un sueño plácido. Luego alzó la cabeza y vio a Paula, observándola desde el techo, lívida y translúcida como el fantasma que era. Dio un paso atrás y chocó contra Bernabé. Se giró y fue hacia la puerta, temblorosa, acariciándose la muñeca que unos segundos antes se encontraba dislocada.
—Quiero… quiero irme a mi casa… —murmuró—. Dejadme marchar… Por favor…
—Puedes marcharte, Cristina… —le respondió Eduardo—. ¿Quieres que te acompañe a casa?
Ella negó con la cabeza.
—Iré en mi bici… Tengo… tengo que irme ya… Mis padres estarán… preocupados…
—Gracias por todo… —Diana se acercó a ella y la tomó de ambas manos, sonriéndole. Por un momento la muchacha sintió que su miedo y su confusión se disipaban, pero por el rabillo del ojo vio a aquella chica pálida flotando en el aire, y las ganas de huir de aquella casa volvieron con más urgencia si cabe.
—Sentimos mucho lo que ha ocurrido… Ha sido un accidente. Perdónanos, por favor… —Diana le dio un corto beso en la frente, le soltó las manos y se hizo a un lado para permitirle el paso—. Gracias por salvar la vida de mi hijo. Sin ti no habríamos llegado a tiempo —dijo—. Nuestra casa es tu casa. Puedes venir cuando quieras…
—Yo… yo… —Sólo quería marcharse. Poner la mayor distancia posible entre la casa y ella. Escapar, para no volver jamás. Alguien había tratado de matarla allí. No… Alguien la había manipulado. Le habían hecho ver cosas que no existían… ¿Podían seguir haciéndolo ahora? Miró al fantasma que flotaba sobre la piedra donde yacía Víctor… ¿Podía ser un espejismo aquello? ¿Una alucinación? Cristina temblaba—. Tengo… tengo que irme… —dijo finalmente, mirando por última vez el cuerpo de su amigo.
Abrió la puerta y se marchó.
—¿Es prudente que se marche sola? —preguntó Bernabé.
—No creo que Sandoval intente algo otra vez… Pero no estaría mal que alguien le echara un ojo… —comentó Eduardo.
—¿Dónde está Paula? —preguntó Diana mirando a su alrededor.