64: En la oscuridad

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En la oscuridad

Cristina corría por los pasillos, jadeando. Tras ella avanzaba el hombre del hacha. Escuchaba el retumbar de sus pasos metálicos y, de cuando en cuando, el estrépito del arma al golpear las paredes. Estaba aterrada. Aquello era una pesadilla de la que no podía despertar.

Las tinieblas más profundas cayeron sobre el pasillo y se encontró corriendo en la oscuridad. Levantó los brazos ante sí, con las palmas alzadas para no chocar contra las paredes. Una risa salvaje a su espalda, demasiado cerca, le hizo acelerar el paso todavía más. Sentía el corazón a punto de estallar. Sus manos toparon con una pared fría y húmeda. La palpó con rapidez, buscando el giro del pasillo, angustiada por la posibilidad de encontrarse en un callejón sin salida.

Pero el pasadizo continuaba a la izquierda y hacia la izquierda fue, llorando. Algo se escurrió entre sus pies, sintió una caricia viscosa en los tobillos y gritó. El eco de su grito se confundió con la risotada de su perseguidor y el enésimo golpe del hacha.

Siguió corriendo hasta que, súbitamente, el suelo desapareció bajo sus pies y se precipitó al vacío. Fue una caída corta, pero dolorosa. Aterrizó de costado sobre el suelo. Se levantó como pudo, sin dejar de jadear. Por un momento creyó distinguir una figura tras ella. Estaba completamente desorientada. No sabía en qué dirección correr. No sabía qué era aquello que la perseguía. Lo único que sabía era que, si se quedaba quieta, moriría. El sonido del hacha restalló muy arriba. Se sentía tan aturdida que echó a correr, preguntándose si se alejaba del hombre de la armadura o corría a su encuentro.

Su pie resbaló en un escalón y a duras penas logró evitar caer de nuevo. Eso era lo que le había ocurrido antes. Se había precipitado desde el primer tramo de escaleras al rellano. Bajó a ciegas, con una mano siguiendo la pared de su derecha.

—¡Por aquí! —le gritó una voz desde abajo—. ¡Corre! ¡Corre! ¡Rápido!

Lo sintió antes de verlo. El gigante de la armadura estaba sobre ella, descargando el hacha. Cristina se lanzó hacia delante. Notó el aire vibrando bajo el filo del arma. Escuchó el sonido del metal chocando contra el suelo. Rodó por las escaleras. Trató de frenar su caída con una mano y sintió que esta se doblaba en una posición imposible. Hasta escuchó el sonido de su muñeca al dislocarse. Gritó otra vez. El hacha volvió a cortar el aire, a unos centímetros sobre su cabeza.

—¡Corre! ¡Corre! —gritaron desde abajo.

Se levantó y, de rodillas, se abalanzó en dirección a aquella voz. Gritando, llorando… Dándose por muerta.

Chocó de bruces contra una puerta que se abrió con el impacto de su cuerpo. Cayó hacia delante. Se giró para localizar a su perseguidor, pero la puerta se había cerrado tras ella. Durante un segundo no ocurrió nada, luego algo bramó al otro lado y el pomo comenzó a moverse frenético de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, pero la puerta no se abrió.

Cristina dio un paso hacia atrás, tapándose la boca con la mano sana. El pomo dejó de moverse.

La muchacha miró a su alrededor. Había ido a parar a la boca de un pasillo corto y tenebroso, de paredes de piedra basta, que terminaba en un impresionante portón de metal rojo con un tirador en un lateral.

—¡Rápido, chica! ¡Aquí! ¡Yo puedo detenerlo! —la voz llegaba desde el otro lado del portón oscuro.

Cristina miró indecisa en esa dirección, justo cuando el hacha golpeó contra la puerta. El filo curvo apareció entre la madera astillada, se retiró y volvió a golpear, un poco más abajo y en horizontal.

—¡RÁPIDO! —gritó la voz, cada vez más frenética…

El hacha golpeó de nuevo. Las astillas volaban. El gigante rugió y arremetió contra la puerta.

—¡SÁCAME DE AQUÍ O NOS MATARÁ A LOS DOS!

El hombre del hacha irrumpió en la habitación envuelto en una explosión de madera rota. De nuevo el arma silbó en busca de la cabeza de Cristina, pero ella se agachó a tiempo y saltó hacia delante. Cogió el tirador del portón, desesperada. Pero antes de que pudiera abrirlo alguien aferró su mano con tanta fuerza que pensó que se la iba a arrancar de cuajo. Gritó y se revolvió, tratando de liberarse.

—No abras esa puerta… —le ordenó el hombre que la sujetaba.

Miró hacia él. Era el tío de Víctor, con la melena revuelta y la mirada crispada. Llevaba una espada en llamas en su mano derecha. Cristina miró hacia atrás, histérica. El hombre de la armadura había desaparecido sin dejar rastro. La puerta que unos segundos antes había observado romperse bajo el impacto del hacha estaba como nueva. Fue lo último que vio antes de desmayarse.

Bernabé evitó que la muchacha cayera al suelo, soltando su muñeca y tomándola por la cintura. Hizo desaparecer el arma de la familia y la cogió en brazos.

—Ha faltado poco… —susurró una voz tras el portón—. Siento tu rabia, chiquillo… Deseas abrir esta puerta… Hazlo. Aunque sea para matarme… ¡Abre la puerta!

Bernabé apretó los dientes y echó a andar.

—¡Yo maté a tu padre! —gritaba aquella voz, furiosa, desesperada—. ¿No quieres venganza? ¡Sólo tienes que abrir la puerta! ¡ABRE LA MALDITA PUERTA!

Bernabé se marchó sin mirar atrás.