62: En la casa de la Colina Negra

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En la casa de la Colina Negra

—Está vivo. Está vivo. Está vivo… —Diana no había dejado de repetir eso en el camino de ida. Al principio fue un deseo desesperado. Luego, de regreso ya, con su hijo roto en brazos, manchándose con su sangre, se convirtió en un loco alivio.

Cristina no pudo dejar de llorar en todo el trayecto. No entendía nada. No comprendía cómo se habían enterado del accidente antes de que ella llegara a la casa, ni la ciega obstinación con la que regresaban a ella cuando estaba claro que lo que Víctor necesitaba era un hospital. Bajaron del vehículo deprisa y con las mismas prisas entraron en la casa. Cristina se quedó un momento en la puerta, indecisa. Pero Eduardo le dijo que entrara y, casi sin pensar, los siguió dentro. Ni siquiera se dio cuenta de que la puerta se había abierto antes de que nadie llegara a ella.

Atravesaron una sala grande repleta de muebles que a Cristina, con la urgencia y los nervios, le parecieron borrosos. Eduardo abrió una puerta gris a la izquierda de la escalera y cruzaron el umbral. Cuando le llegó el turno a Cristina, la puerta se cerró ante sus narices. Se quedó sola en el pasillo.

Por primera vez fue consciente de dónde se encontraba. Estaba en la casa de la Colina Negra. Había escuchado mil y un rumores sobre aquel lugar y, ahora que se encontraba realmente allí, después de todo lo ocurrido, comenzaba a creérselos.

Miró a su alrededor, perpleja, nerviosa como nunca antes había estado en su vida. Respiró hondo y se secó con la manga de la cazadora el rastro de lágrimas que todavía quedaba en sus mejillas. Se mordió el labio inferior obligándose a pensar, a recuperar la calma. Necesitaba un teléfono. Tenía que llamar a sus padres para explicarles lo que había sucedido.

Sabía que había teléfono en la casa. Más de una vez había hablado con Víctor para pedirle apuntes o para contarle el último chisme. Miró de nuevo a su alrededor mientras continuaba respirando despacio, tratando en vano de tranquilizarse.

Entonces vio al ratón. Estaba al final del pasillo, observándola fijamente. Llevaba puesto un diminuto jersey rojo. Cristina se frotó los ojos, pero el ratón y su jersey permanecieron allí, sin dejar de mirarla, moviendo sus finos bigotes. Luego el animalito volvió grupas y se fue correteando en zigzag, como si hubiera recordado que tenía algo muy importante que hacer en otro lugar.

Cristina sacudió la cabeza y volvió a mirar hacia la puerta de la habitación donde habían entrado con Víctor. Pero la puerta había desaparecido. En su lugar había una pared de yeso blanco. Cristina dio un paso hacia atrás, incrédula, y chocó contra la otra pared del pasillo. La misma que antes había estado a casi dos metros de distancia.

Su desconcierto se convirtió en miedo. Golpeó el muro de yeso y se llenó la mano de polvo blanco. «Aquello no podía estar pasando», pensó. Las puertas no desaparecían y los pasillos no se estrechaban…

«Estás cansada…», se dijo y respiró hondo, tratando de dominarse. Cerró los párpados. «Cuando abras los ojos todo habrá vuelto a la normalidad. Sólo son nervios. Sólo nervios… Nada más…»

Contó hasta diez, abrió los ojos y a duras penas consiguió reprimir un grito. Los cambios de la casa no se habían detenido. Ahora eran tan numerosos que ya nada se parecía a como había sido unos segundos antes.

El pasillo era más largo y sombrío y, en vez de discurrir recto, se iba curvando hacia la izquierda, entrando en una zona de densas sombras. Las paredes eran ahora muros de roca húmeda. Parecía el pasillo de las mazmorras de un castillo. Tragó saliva y se repitió una y otra vez: «Esto no está pasando, esto no está pasando…».

De repente escuchó un gran estrépito a su derecha. Era el ruido del metal chocando contra la piedra.

—¿Hola? —preguntó, con voz temblorosa—. ¿Hay alguien ahí?

Una carcajada salvaje respondió desde las sombras. Se oyó de nuevo el ruido del metal contra la roca y una corta lluvia de chispas azules manchó la oscuridad profunda del pasillo. Entonces unos pasos, rotundos y secos, se acercaron hacia ella; los oía con la misma fuerza con la que escuchaba los latidos de su corazón, enloquecido en su pecho.

Entre las tinieblas vislumbró a un hombre enorme: llevaba una armadura de placas oxidadas y empuñaba con las dos manos un hacha gigantesca, tan herrumbrosa como la propia armadura. El gigante golpeó la pared con el hacha y una lluvia de chispas iluminó su grotesca sonrisa.

—Voy a matarte… —el tono de su voz era el de alguien largo tiempo muerto.

Cristina echó a correr.

El hombre de la armadura soltó otra carcajada y siguió avanzando por el pasillo.