58: La carrera

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La carrera

—¡Victoria! ¡La multitud se pone en pie para corear el nombre de la vencedora!

Cristina alzó los brazos y, desde el sillín, dedicó una reverencia a la multitud invisible que, según ella, había estado contemplando la carrera. Víctor traspasó la línea de meta una eternidad después de que Cristina la hubiera cruzado. Nunca le había sacado tanta ventaja.

Cristina detuvo la bicicleta después de un derrape y apoyó un pie en tierra, mirándolo burlona.

—Estás acabado, muchacho… Estás pagando el precio de una larga vida de vicios y excesos… Te llegó la hora del retiro.

—¡Esto es un empate a tres! —se quejó él, reclinándose sobre la bicicleta para recuperar el aliento.

Describirlo como una mala carrera era quedarse corto. Desde el principio todo había ido mal. No estaba concentrado cuando Cristina dio la salida, pensando que tal vez estaba siendo un irresponsable al aceptar el reto de la joven y no irse directo a casa. Sabía que en el fondo no había nada malo en ello, el paseo que usaban en sus competiciones recorría el lado oeste del pueblo y era una senda de tierra de un kilómetro y medio de largo que llegaba hasta la falda de la colina. Era sólo un poco más largo que el camino normal, pero eso quedaba compensado con la velocidad a la que lo recorría. Además desde que había bajado del tren no había visto rastro alguno de aquellos extraños y siniestros personajes que lo habían estado vigilando durante la mañana.

Andaba tan perdido en sus pensamientos, que a Cristina le resultó fácil sacarle una buena ventaja en los primeros metros. Ventaja que el muchacho no sólo no logró recuperar sino que fue en aumento. Era difícil centrarse cuando el talismán no hacía más que saltar y brincar bajo el jersey, arañándole con saña el pecho. Lo que durante toda la mañana había sido una molestia tolerable se convirtió, durante la carrera, en una tortura. Cuando hizo un esfuerzo final para alcanzar a Cristina, el talismán le golpeó con tanta fuerza que uno de los garfios que lo adornaban le desgarró la piel. Se tragó un grito y a punto estuvo de parar la carrera. Al final logró terminarla como bien pudo, dolorido y jadeante.

—Empatados, sí… Pero ahora tengo todas las de ganar. Mírate con la lengua fuera… Das un poco de pena.

—¡Cuando quieras y donde quieras te demostraré toda la pena que puedo dar!

—¡Ja! ¿Me pides revancha? —Cristina se echó a reír y rompió a pedalear. Salió del paseo y enfiló hacia el estrecho arcén de la carretera que llevaba al cruce de la colina. Cuando estuvo a cierta distancia se giró para gritarle—: ¡Si ni siquiera puedes alcanzarme ahora!

Víctor pensó en ir en su persecución, pero la idea de que el talismán comenzara a saltar otra vez le hizo recapacitar. Se frotó el pecho por debajo del colgante y frunció el labio inferior al sentir la piel irritada y dolorida. «Bien», decidió, «definitivamente odio a mi tío».

Se acomodó sobre el sillín y, muy despacio, puso rumbo a la Colina Negra.

No había avanzado cien metros cuando vio a Cristina.

Estaba parada en el cruce y aunque el semáforo estaba en verde, Cristina no pasaba. Permanecía sobre su bicicleta, mirando hacia delante, más allá de la carretera polvorienta. Estaba esperándolo, comprendió Víctor. El «cuando quieras y donde quieras» había llegado antes de lo que esperaba. Echó un rápido vistazo a su alrededor. No había nadie en las cercanías y pensó que no correría riesgo alguno si se quitaba aquel incordio un momento.

Se retiró el talismán de repulsa y lo guardó en un bolsillo lateral de su mochila. Llegó hasta Cristina justo cuando el semáforo pasaba al rojo y los coches se ponían en marcha. La muchacha no lo miró, pero cambió su postura sobre el sillín, como si se estuviera preparando para salir a toda velocidad. Víctor se colocó en paralelo a ella.

Durante tres minutos ni hablaron ni se miraron, aguardando en silencio mientras los coches pasaban ante ellos.

—Hasta el gran roble… —dijo Cristina de repente, entrecerrando los ojos.

—De acuerdo… —asintió él—. El que llegue primero será el más raro de los dos. Sin discusión.

La joven asintió. Tenía el ceño fruncido, la mirada perdida en el camino y una sonrisa asomando en la comisura de los labios.

—El campeón de los extravagantes… —añadió—. Allá donde vaya será mirado de arriba abajo.

—Todos lo señalarán con el dedo…

¡CORRE! —aulló Cristina. El semáforo se había puesto en verde. Los dos muchachos se levantaron en sus bicicletas y salieron disparados.

Víctor pedaleó con fuerza, sin sentarse apenas en el sillín. El viento le daba en la cara y le revolvía el cabello. La mochila le golpeaba en un costado. Sonreía. Sentía la vibración de la bicicleta bajo su cuerpo y el zumbido del mundo pasando veloz a su alrededor. Frenó para tomar la primera curva del camino y luego aceleró otra vez. Una bandada de pájaros salió volando de entre los árboles de la vereda derecha, asustados por el trajín de los dos muchachos.

Llegó al principio de la cuesta sacándole unos metros a Cristina, no era una gran ventaja teniendo en cuenta que aquel tramo era el que mejor se le daba; y además tenía la sensación de que la chica estaba reservando fuerzas. Cambió de plato y pedaleó con más ímpetu, con los dientes apretados. No le hizo falta mirar atrás para darse cuenta de que Cristina comenzaba a recortar distancia. La chica subía mucho mejor que él.

Víctor redobló su esfuerzo, jadeando. A mitad del ascenso había un pequeño repecho, luego unos últimos metros de subida y la meta: el gran roble. Si llegaba al repecho en primer lugar, ganaría la carrera, estaba seguro. A su derecha, el bosque trepaba por la falda de la colina. A su izquierda, un pequeño precipicio se dejaba caer hasta el valle. Era un descenso irregular: en algunos puntos parecía que la pared estaba cortada a pico y en otros, era una caída escalonada, repleta de arbustos y salientes rocosos. La cuesta era lo suficientemente ancha como para que el precipicio de la izquierda no representara ningún riesgo.

Tomó la curva que subía hasta el repecho todavía en cabeza, con Cristina pisándole los talones. En ese momento, en la casa, su madre comenzó a gritar.

Primero creyó que era otro pájaro que habían asustado con su carrera. Luego vio que estaba inmóvil en el aire y que lo que había tomado por alas extendidas no eran tales. Eran dos ojos que lo miraban desde el cielo. Dos ojos inmensos, grises. En el centro de cada uno de ellos había un iris llameante: una bruma de plata fría y maléfica. Bajo aquella horrible mirada se abrió una grieta negra, repleta de colmillos y oscuridad.

—Mestizo… —susurró aquello. Y una lengua rojiza comenzó a desenrollarse en su dirección. Había un ojo en la punta de la lengua, un ojo sin párpado inyectado en sangre.

Víctor perdió el control de la bicicleta, derrapó y fue a parar al suelo. La inercia del golpe le hizo rodar hacia el borde del precipicio. La bicicleta cayó al vacío. Víctor fue tras ella, gritando.