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Encuentros en el pueblo
Víctor llegó hasta el pueblo en su bicicleta. Se había negado, a pesar de las unánimes protestas de todos, a que lo llevaran en la furgoneta. Si lo que su madre quería era que llevase una vida normal, trataría de hacerlo hasta sus últimas consecuencias. De vez en cuando las estrías y anzuelitos del talismán de repulsa se le clavaban a través de la camiseta, pero pensaba soportar esa tortura estoicamente; un pinchazo eventual era mejor que llevar aquel espanto a la vista. Soltó un suspiro mientras entraba en el pueblo. En su imaginación creía dejar una estela de colonia. Casi se había vaciado medio bote encima en su intento de tapar el nauseabundo olor del talismán.
No sabía por qué, pero en el ambiente se respiraba cierta tristeza. Tal vez fuera por el día gris. El cielo estaba cubierto de nubes negras, amenazando lluvia. Bajó la primera cuesta del pueblo, pasando entre las hileras de casas, la mayoría ya con las persianas subidas, envueltas en el frenesí del inicio de semana. El incómodo talismán golpeaba una y otra vez contra su pecho. Giró a la izquierda para tomar la avenida principal, la que llevaba hasta el paseo y la estación.
Había un hombre en la esquina, parado en la acera junto a un semáforo. Era alto, vestido con un pantalón azul oscuro y una fina camisa también azul que aleteaba al viento. No parecía la ropa más adecuada para aquella desapacible mañana. No sólo eso, tanto el pantalón como la camisa parecían de otros tiempos, antigüedades fuera de época. Su pelo, tan azul como sus extraños ropajes, estaba peinado hacia atrás, mostrando una amplia frente despejada. El desconocido no dejaba de mirarlo. Sus labios eran tan azules como su pelo y sus ropas.
Tragó saliva y aceleró. Al pasar junto al hombre azul fue consciente de que sus ojos se mantenían fijos en él. De nuevo notó el peso del talismán contra su pecho, pero esta vez no le pareció tan molesto.
«Estarás siempre en peligro». Eso era lo que había dicho su tío Bernabé. En las sombras de un portal creyó ver una mirada llameante, atenta a su paso, pero resultó ser el reflejo de un coche con los faros encendidos. «A partir de ahora y hasta el día en que mueras». Un cuervo negro como un tizón sobrevolaba el cielo sobre su cabeza. Cuando giró para enfilar el paseo y la estación, el cuervo hizo lo mismo. Sospechó que no había sido casualidad.
«Nunca conocerás la paz».
Víctor candó la bicicleta en uno de los árboles, echando rápidos vistazos a su espalda. Cuando se colgaba la mochila al hombro y ponía rumbo a la estación, una sombra se precipitó sobre él. Contuvo un grito y se dio la vuelta. La mochila cayó al suelo. Se llevó una mano al talismán, pero el que le había salido al paso le agarró con fuerza de la muñeca.
Un rostro anguloso, de ojos pequeños, gran nariz y una boca semioculta entre los mechones de una barba descuidada, lo observaba con apasionada curiosidad. Era un hombre delgado, envuelto en un gabán negro. Estaba inclinado sobre Víctor, retorciéndole aún la muñeca. Víctor dio un fuerte tirón tratando de liberarse, pero el hombre ni se inmutó. Su mano parecía de hierro.
—¡Es el niño! ¡El niño! ¿Lo ves? ¿Puedes verlo? —preguntó, enloquecido.
—Lo veo, sí… —contestó una segunda voz que parecía surgir del interior del gabán—. Y también veo que lo estás asustando y llamando la atención de todo el mundo… ¡Suéltalo, animal!
La mano lo liberó y Víctor trastabilló hacia atrás. El hombre lo aferró por el cuello de la cazadora para evitar que cayera al suelo y lo atrajo hacia delante hasta que el muchacho recuperó el equilibrio. Luego le sacudió los hombros con las palmas de las manos, como si estuviera tratando de limpiarle de polvo.
—Lo siento… no quería asustarte. Yo… bueno. Yo sólo… —su voz flaqueó un momento.
—Sólo queríamos conocerte, muchacho… Nada más… —dijo la segunda voz, y esta vez Víctor tuvo la extraña certeza de que era el abrigo del hombre el que le estaba hablando.
—¡Víctor! ¿Ocurre algo? —Fernando se acercaba a buen paso desde la estación, con el ceño fruncido. Había dejado su mochila junto al corrillo de amigos que observaban intrigados a la extraña pareja formada por Víctor y el vagabundo. Algo en su actitud dejaba bien claro que estaban dispuestos a intervenir si era necesario.
El hombre del gabán parlante miró al joven que se acercaba, musitó algo que Víctor no pudo entender y se marchó deprisa, sin apartar la vista de Fernando. Este se detuvo junto a Víctor, siguiendo con la mirada al vagabundo que se alejaba.
—¿Quién era ese? ¿Te estaba molestando?
—Sólo quería saber si tenía alguna moneda suelta… —mintió—. Pero me ha asustado, te lo aseguro.
—No sé qué les ha dado a todos, macho. Pero desde el sábado parece que todos los tipos raros del mundo han venido a parar aquí…
Un escalofrío recorrió la espalda de Víctor. Agarró su mochila, se la echó al hombro y junto a Fernando atravesó la carretera, camino a la estación. Miró hacia atrás. El vagabundo lo observaba al otro lado del paseo. Alzó una mano y la agitó en el aire, como si estuviera diciéndole adiós. O el talismán que le había dado su tío fallaba o aquel hombre no pretendía hacerle daño. Apretó el paso. El ruido del tren que se aproximaba vibraba en la taciturna mañana de noviembre.
«Nunca conocerás la paz».
Miró en todas direcciones al llegar al andén, como un pájaro nervioso. Había cuatro grandes cuervos posados en el borde de una mampara publicitaria, mirándolo ceñudos. Muchos observaban aquellos pájaros, extrañados por su presencia. Un muchacho de pelo pajizo se acercó y trató de espantarlos, pero las aves lo ignoraron hasta que estuvo peligrosamente cerca. Entonces, la mayor de las cuatro abrió las alas y le lanzó un graznido de advertencia. El joven se retiró ante las risas de sus amigos. Víctor no rio. Un hombre de grandes espaldas y cabello rubio, vestido con unos vaqueros oscuros y una parka negra, hacía como que leía el periódico mientras lo vigilaba desde uno de los bancos del andén.
Alguien le golpeó en el hombro y a punto estuvo de gritar antes de darse cuenta de que se trataba de Cristina. Su perfume a coco flotaba en el aire frío como una fresca caricia y a Víctor le dio la impresión de que habían pasado siglos desde la última vez que lo olió. La joven le sonreía, y aunque arrugó la nariz ante la saturación de colonia de Víctor no hizo ningún comentario al respecto.
—Vaya, tienes mucho mejor aspecto que la última vez que te vi. ¿Se te pasó el virus?
—En cierto modo estoy curado, sí… —dijo él, tratando de componer una sonrisa aceptable.
—¿Y qué tal el fin de semana? ¿Tranquilo en casa?
«Volvimos a la Telaraña para salvar a Paula, un fantasma herido, y ahora todo el mundo mágico quiere mi sangre. Mientras tanto otro demonio, un antiguo mito griego, va tras Paula porque ella sabe donde está su cabeza… También conocí a mi tío Bernabé, un buscatesoros enamorado de mi madre… Hay un dragón en el salón y… Bueno, no me gusta reconocerlo pero… creo que empiezo a tener miedo, mucho miedo», pensó.
El hombre que lo observaba al otro lado del andén tenía los ojos rasgados, como los de un gato.
—Muy tranquilo… —respondió Víctor. Apenas le tembló la voz.