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«Gracias por acogerme»
Paula despertó de nuevo y supo que estaba totalmente repuesta. Ya no notaba el hormigueo del poder de la Telaraña curándola. Miró a su alrededor, dispuesta a compartir la buena nueva con su séquito de ratones, pero no encontró ni rastro de ellos. Los había puesto en fuga el pitido del detector de magia, que Paula no había escuchado al encontrarse inmersa en su profundo sueño.
Arrugó el ceño y salió de la esquina. El desván brillaba tenuemente y ella lo contempló, pensativa. No sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado allí. Sus recuerdos de los últimos días eran fragmentarios, distorsionados primero por el dolor y luego por los sueños en los que la había estado sumiendo la Telaraña mientras la curaba.
—Gracias… —dijo, a nada ni a nadie en concreto, pero sabiendo que sería escuchada—. Gracias por acogerme.
Un montón de lamparitas, dispersas por todo el desván, se encendieron a la vez. Fue como si una horda de luciérnagas se hubiera colado de repente en la casa. Una rosa apareció de la nada y cayó a los pies del espíritu, girando despacio, con las hojas llenas de rocío brillante. Paula sonrió y se dejó caer a través de la flor y el suelo del desván para aparecer en el pasillo de la planta superior de la casa.
Miró a izquierda y derecha, flotando a medio metro del suelo cubierto por una alfombra de color azul claro. Se encontraba en un pasillo bastante largo; uno de sus extremos llevaba a las escaleras mientras que el otro terminaba en una catarata de agua clara que hacía las veces de pared. En el techo corrían varias lámparas de araña. Dieciséis mesitas vigilaban por parejas las ocho puertas del pasillo. Paula flotó hacia la escalera, pensando que tal vez debería dar una voz para hacer saber a la familia que estaba de exploración. Justo cuando se había decidido a hacerlo, la silueta alta y delgada de un hombre se dibujó en el aire. Llevaba una levita gastada y un monóculo que agrandaba el tamaño de su ojo. Parecía perdido.
—Perdona, niña… —le dijo con un hilo de voz.
—¿Sí? —le preguntó Paula, recelosa. No era el primer fantasma con el que se topaba, por supuesto y, como en todos los encuentros anteriores, decidió ser cauta. Había muchos tipos de fantasmas y algunos eran malignos. Dudaba que los que habitaban la casa lo fueran, pero toda precaución era poca.
—¿Cómo te llamas? —la pupila aumentada por el monóculo se clavó en ella con tanta intensidad que la muchacha se echó hacia atrás.
—Paula…
—No, no eres quien busco… —contestó entristecido y sacudiendo la cabeza—. Creo que ya me han dado todos los nombres del mundo menos el suyo —dijo mientras se desvanecía. Por un segundo su silueta permaneció dibujada en el aire.
—Lleva años esperando… —explicó la voz de Víctor a su espalda—. O siglos… Cuando mis abuelos llegaron a esta casa, él ya estaba aquí.
Paula se giró y se encontró con el muchacho y su tío que salían de una de las habitaciones. Por algún motivo que Paula no llegó a entender, todas las mesitas que estaban cerca habían echado a correr y se habían detenido al fondo del pasillo, junto a la catarata. Y a todas les temblaban las patas.
—Es un fantasma condenado… —afirmó Paula, aproximándose y sonriendo a los recién llegados—. Hasta que no encuentre lo que busca o lo que busca lo encuentre a él, estará ligado a la casa. No será libre. Debió de hacer algo bastante malo cuando estaba vivo o puede que lo asesinaran con Magia Negra…
—Vaya… Tenemos una erudita flotante en nuestras filas —dijo Bernabé—. Una erudita flotante con mucho mejor aspecto del que tenía anoche.
—Me encuentro mucho mejor. La Telaraña me ha curado por completo…
Víctor pensó que decir que Paula tenía mucho mejor aspecto era quedarse corto: la fantasma estaba radiante. Su cuerpo seguía siendo pálido, por supuesto, pero era la típica palidez de los espíritus que en el caso de Paula tenía un matiz marfileño transparente. Su pelo negro flotaba alrededor de su cabeza, agitándose como si contara con vida propia.
La puerta de la habitación se volvió a abrir y aparecieron Eduardo y Diana. Él llevaba una bolsa de basura de la que asomaba la pata retorcida de una mesa.
—Bueno… Hemos arreglado un poco el destrozo. La casa no ha movido un dedo para ayudarnos…
—Está enfadada contigo —le dijo Diana a su cuñado.
Bernabé suspiró y miró hacia las seis mesitas que lo vigilaban desde el fondo del pasillo.