52: Un estruendo revelador

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Un estruendo revelador

Diana aparcó la bicicleta junto a la furgoneta. Llevaba un sombrero de paja trenzada a pesar de que el sol no tenía fuerza para deslumbrar a nadie. Eduardo la esperaba junto a los setos del jardín, con las manos en los bolsillos traseros de su pantalón vaquero.

—¿Has llegado hasta el pueblo?

Ella asintió.

—Me lo he recorrido de punta a punta. Dos veces. No he visto nada raro, pero he captado varios hechizos activos y un par de presencias mágicas. En el bosque hay alguna más, pero tampoco demasiadas… Imagino que muchos estarán esperando a ver cómo se desarrollan los acontecimientos…

—Y otros tratarán de provocarlos —gruñó Eduardo—. ¿De verdad crees que tenemos que dejar que Víctor haga su vida normal? ¿No será muy arriesgado?

Echaron a andar juntos hacia el porche de la casa. Ella se encogió de hombros.

—Creo que si algo malo estuviera por pasar, lo presentiría… Y no percibo nada. Puede que la vuelta a la Telaraña haya enturbiado mis sentidos… No lo sé. No estoy segura… Pero lo que tengo claro es que no podemos quedarnos encerrados en la casa.

—Bernabé me dijo anoche que tenía algo que nos podría servir de ayuda si seguías empeñada en lo que él llama «Operación Vida Normal».

—Sigo empeñada en eso.

—También me dijo que deberíamos marcharnos de la colina.

—Y le contestaste que no, por supuesto.

—Por supuesto.

La puerta de la casa se abrió ante ellos. Nada más poner el pie en la entrada se detuvieron, sorprendidos por el intenso silbido que llegaba desde la planta de arriba. Era un ruido desproporcionado, como si un tren gigantesco estuviera haciendo sonar mil silbatos a la vez. Diana se tapó los oídos, incapaz de escuchar ni sus propios pensamientos. El pitido crecía y crecía. Todas las ventanas temblaban, y si no se habían hecho pedazos ya era por la magia de la casa. De pronto, el silbido se convirtió en un grotesco sonido burbujeante y se hizo el silencio. Diana y Eduardo se quedaron inmóviles, jadeando y tratando de recuperarse.

El hada se llevó una mano al oído. Un fino hilillo de sangre resbalaba por su mentón. Sacudió la cabeza, mareada. Le preguntó algo a Eduardo, pero este fue incapaz de oírla. En su cerebro el pitido se repetía una y otra vez. Subieron la escalera todo lo deprisa que pudieron. No tuvieron que buscar mucho para encontrar el lugar de donde procedía aquel estruendo. Una puerta se abrió en cuanto llegaron al final de la escalera y de ella salió una paloma minúscula, que volaba de un lado a otro aterrada.

En el interior de la sala llovía. El techo estaba lleno de nubes negras convocadas por la casa. Bernabé y Víctor, completamente empapados, miraban boquiabiertos el amasijo ruinoso que una vez había sido una mesa de cristal. En el centro de aquel caos había un objeto que estaba tan fundido que resultaba imposible identificarlo.

—El chico tiene magia… —les informó Bernabé, pálido, y se dio un fuerte golpe con la palma de la mano en el oído, como si quisiera desatascarlo.