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«¿Qué clase de gente es esta?»
Paula abrió los ojos en el desván. Desde que habían regresado a la Telaraña había caído una y otra vez en un sopor plácido del que despertaba cada vez más descansada. Aún no había pasado un día desde que Víctor había roto la barrera, pero Paula ya se sentía mucho mejor. No estaba restablecida del todo, por supuesto, pero estaba en camino.
—Hola… —saludó al ratón del jersey rojo que había estado correteando a su lado, desesperado por llamar su atención. Paula cerró los ojos y utilizó sus poderes para que una racha de aire tibio acariciara su pelaje. El animal dio un brinco y miró a su alrededor, sorprendido.
Se disponía a acariciarlo de nuevo cuando el sonido de lucha que le llegó del exterior la paralizó. «Me han encontrado o los han encontrado a ellos…», pensó aterrada. Pero luego escuchó risas y suspiró de alivio. Se levantó del suelo hasta quedar flotando a medio metro del techo inclinado del desván y se deslizó en el aire, muy despacio, todavía insegura. Asomó la cabeza por la fachada de la casa.
Lo primero que pensó fue que Bernabé y Diana estaban interpretando un complejo número de baile en el jardín; sus movimientos tenían la elegancia de una pieza de ballet, pero representada a una velocidad dos o tres veces superior a lo normal. Bernabé blandía una espada en llamas, sesgando una y otra vez el aire con tanta naturalidad como si el arma fuera una extremidad más de su cuerpo. La coreografía de aquella danza parecía estar hecha de saltos, esquivas y, sobre todo, juegos de luces. Diana dejaba estelas luminosas a su paso, ya fuera girando sobre sí misma para evitar un ataque o saltando como si las leyes de la gravedad no tuvieran nada que ver con ella. Destellos esmeralda, fulgores de plata y oro acompañaban cada uno de sus movimientos. Bernabé bailaba a su alrededor, menos etéreo pero rotundo y temible. Empuñaba su espada en la mano derecha mientras que la izquierda se movía de manera frenética, tejiendo figuras irregulares que luego, a modo de granadas, lanzaba al hada.
Eduardo estaba un poco más alejado, con el brazo extendido y la palma de la mano vuelta hacia Diana, cambiando siempre de posición debido a los constantes saltos y piruetas de su mujer. Enarbolaba una media esfera de radiante energía que usaba a modo de escudo para detener los dardos que de cuando en cuando le arrojaba Diana. Se veía claramente que Eduardo no podía competir con ellos; no tenía, ni por asomo, la gracia y la agilidad de los otros dos y se mantenía al margen, en actitud defensiva. De vez en cuando amagaba el inicio de un ataque, pero Diana lo hacía retroceder con una lluvia de dardos esmeralda antes de volver a centrarse en su otro oponente.
Víctor permanecía sentado en el bordillo de la piscina y, por la expresión de su rostro, estaba tan perplejo como Paula.
«¿Qué clase de gente es esta?», se preguntó el espíritu, asomado en la fachada como una gárgola tallada en aire. Ahora los veía bajo una nueva perspectiva. Veía la magia que bullía en sus cuerpos como si esta hubiera estado dormida hasta que ellos se habían decidido a despertarla. Paula no había contemplado magia igual en toda su existencia. «Si te encuentra a ti, también nos encontrará a nosotros. Y somos más de lo que ese demonio puede manejar…», había dicho Bernabé. Y ella había creído que esas palabras eran fruto de la arrogancia, pero ahora, contemplando el imponente caudal de magia desatado en el jardín, comprendió que se había equivocado al juzgar al hermano de Eduardo. Tal vez tuviera poco tacto, pero no había rastro alguno de jactancia en sus palabras. La familia de Víctor era poderosa. Paula jamás creyó que existieran seres humanos con semejante control de la magia.
—¡Ahora! —gritó Eduardo, apartándola de sus pensamientos.
Los dos hermanos atacaron a la par, uno por cada flanco. Diana se revolvió y saltó sobre ellos, pero Eduardo la acompañó en su salto, estorbándola con su cuerpo y evitando así que se diera a la fuga. Bernabé atrapó el tobillo izquierdo del hada y la arrojó al suelo. Saltó sobre ella dispuesto a asestar el golpe final. Los dedos de Diana escupieron una lluvia de dardos luminosos sobre sus atacantes, pero el escudo de Eduardo, que avanzaba junto a su hermano, los protegió a ambos. El hada saltó hacia la izquierda en el mismo momento en que la espada descendía hacia ella, hundiéndose en el suelo del jardín. Un dardo verde atravesó la barrera de Eduardo y se detuvo justo entre sus cejas.
—¡Muerto! —rio Diana mientras barría con su pierna el suelo, zancadilleando a Bernabé.
El hombre se derrumbó con un gruñido. Justo cuando iba a chocar contra el suelo, se apoyó en él con la palma de la mano izquierda y se impulsó hacia arriba. La mujer se había levantado a medias y no pudo esquivar la patada que le lanzó su cuñado. La encajó con un bufido y se agarró con ambas manos a la pantorrilla de Bernabé, agachando a continuación la cabeza para evitar la espada en llamas que pasó a un centímetro de su cabello. Luego lo empujó con fuerza mientras se dejaba caer, bombardeándolo con sus dardos. Bernabé consiguió interceptar la mayoría con la espada, pero no le quedó más remedio que retroceder a ciegas. Tropezó en el pequeño reborde que rodeaba la piscina y perdió el equilibrio.
—¡No! ¡No! ¡No! —gritaba Víctor, tratando de incorporarse para apartarse del camino de su tío. Antes de que pudiera hacerlo Bernabé chocó con él y los dos cayeron a la piscina en medio de una tremenda explosión de agua que salpicó las baldosas y el jardín. El tiburón se escurrió con agilidad hacia el otro extremo y los miró indiferente mientras se revolvían entre burbujas y torbellinos de agua.
Víctor fue el primero en salir. Se tumbó en el jardín jadeando. Bernabé salió después, sacudió su melena mojada y escupió un chorrito de agua hacia arriba, como si fuera una fuente.
—Te lo dije… Bravatas, no eran nada más que bravatas —dijo casi sin resuello.
Había una docena de dardos verdes rodeándolo, apuntando amenazadores hacia distintos puntos vitales de su organismo.
—¿Pero qué dices? ¡Os he dado una paliza!
—Esa no era la cuestión, campanilla. Sabíamos que lo ibas a hacer —Bernabé señaló hacia el pelo alborotado del hada—. Pero te has despeinado…