48: El poder de la Telaraña

48

El poder de la Telaraña

—Siente el poder, Eduardo. Es imposible que lo hayas olvidado… —dijo Bernabé. Las faldas de su camisa gris aleteaban en el aire, al mismo compás de sus manos extendidas a la altura de la cintura. Víctor pensó que parecía un vaquero a punto de desenfundar—. Siéntelo… La Telaraña está de nuevo aquí. Y puedes alcanzar su poder con sólo desearlo.

—Lo siento, sí. Pero es como si mi mente hubiera olvidado cómo llegar a él…

Estaban en el jardín de la casa. Uno frente al otro, subrayando todavía más la imagen de duelistas en la mente del muchacho. Víctor se hallaba sentado en el borde de la piscina con las piernas cruzadas. A su espalda se oía el ruido del tiburón rasgando el agua. Un sol brillante se alzaba en el cielo claro.

—¡No puedes haberlo olvidado! ¡Es como andar en bicicleta, nunca se olvida!

—¡No sé montar en bici! ¿Vale? No hacía más que caerme una y otra vez…

Bernabé gruñó por lo bajo.

—Cierra los ojos. Siente la Telaraña fluyendo a tu alrededor… Es un río ¡No! Es un mar que nos rodea… La esencia de la magia en la que todos estamos sumergidos.

—¡No me tomes por idiota! ¡Todo eso ya lo sé!

—Entonces haz lo que te digo… ¡Cierra los ojos y escucha! —ordenó, mirando a Víctor por encima del hombro de Eduardo.

Víctor comprendió que la lección sobre la Telaraña también era para él. Cerró los ojos. Cuando lo hizo, su tío continuó hablando:

—Y ahora concéntrate… Ve hacia la Telaraña… ¡Búscala! ¡Está ahí y está deseando encontrarte! ¡Deja que llegue hasta ti!

Víctor respiró profundamente. Todo su cuerpo se relajó y entró, casi de repente, en un estado de total tranquilidad. Las palabras de su tío le llegaban lejanas, como si tuviera algodones en los oídos. Se concentró, tratando de encontrar la Telaraña. No le costó trabajo hacerlo; Bernabé tenía razón: estaba por todas partes. Era una corriente suave y constante que lo rodeaba y lo mecía. Escuchaba el suave rumor de aquella energía mágica y sentía que con sólo abrir la mano se haría con ella. La sentía fluir entre sus dedos, como agua tibia. Y supo, sin entender muy bien cómo, que podía moldearla a su antojo. Que aquella fuerza se retorcería a su voluntad. Sólo tenía que encontrar el modo de hacerlo.

—Siente la Telaraña. Sírvete de ella —decía Bernabé desde muy, muy lejos—. Alarga la mano y reclama lo que es tuyo.

Pero se le escurría, no encontraba la forma de usarla. En su fuero interno sabía que era capaz, pero algo en su mente le impedía hacerlo. Siguió intentándolo una y otra vez, hasta que notó que la energía se esfumaba por completo. La Telaraña se le había escapado.

Abrió los ojos en el mismo momento en que su padre conseguía invocar al fin el arma de familia. Víctor vio aparecer primero la hoja, formándose en el aire sobre la mano de su padre. Luego una riada de llamas la rodeó. Era impresionante.

—¡Te tengo! —gritó Eduardo, exultante.

—Bien… —susurró Bernabé, y se lanzó hacia él, descargando un potente golpe con su propia espada que Eduardo detuvo a duras penas—. ¡Y ahora, defiéndete!

—¡Podías avisar, desgraciado!

Víctor contempló boquiabierto cómo su padre detenía todas las embestidas de Bernabé. Durante varios minutos se batieron en duelo en el jardín. Bernabé empujaba con fuerza y, aunque su padre no retrocedía, no lograba cambiar las tornas. Bernabé atacaba y él se defendía. Llegó un momento en que ambos acabaron rostro contra rostro, jadeantes, las espadas cruzadas en lo alto entre los dos.

—No puedes defenderte siempre, hermano… Alguna vez has de pasar al ataque si quieres ganar algún combate… —afirmó Bernabé.

—Tú los ganarás por mí.

—No siempre podré hacerlo…

Los dos retrocedieron un paso e hicieron desaparecer sus espadas. Desde la esquina que llevaba al porche de la casa les llegó una salva de aplausos.

—¡Majestuoso! —exclamó Diana—. ¡No pararéis hasta que un día os hagáis daño! ¿Verdad?

—¿Estás enfadada porque no te hemos invitado a jugar? —le preguntó Bernabé—. ¿El hada guerrera se siente discriminada?

Diana le sacó la lengua.

—¡Sabéis muy bien que no tengo ni para empezar con vosotros! ¡Ni siquiera me despeinaría!

—Menos bravatas, hadita… —dijo Bernabé. La espada en llamas volvió a aparecer en su mano derecha y se colocó en posición de defensa—. ¡Demuéstranos lo que sabes hacer!

—Vosotros lo habéis querido… —respondió, y se acercó hacia ellos mientras se remangaba la blusa y se frotaba las manos.

—No creo que haya sido una buena idea… —le susurró Eduardo a su hermano.

Bernabé iba a replicarle, pero justo en ese momento Diana saltó sobre ellos.

Víctor sacudió la cabeza, incapaz de creer lo que estaba viendo.