46: Un baile en la noche

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Un baile en la noche

Eduardo despertó bruscamente, angustiado por un mal sueño. La madrugada profunda llenaba de oscuridad la habitación. Tras las ventanas algo ululó largo rato. La sensación de angustia con la que había despertado se acrecentó al ver que Diana no estaba a su lado. El colchón apenas guardaba su calor, debía de hacer mucho tiempo que se había levantado. Eduardo salió de la cama, cogió su bata marrón del respaldo de la silla y, tras echársela encima, abandonó el cuarto.

La casa estaba en el silencio más total. Bajó las escaleras despacio, con sumo cuidado. Los escalones de madera crujían bajo sus pies descalzos. Sintió una presencia a su espalda y se giró en el acto, con la mano derecha cerrándose en torno al vacío, tratando de nuevo en vano de invocar el arma de familia. Suspiró aliviado al ver al fantasma errante, inmóvil en el último tramo de las escaleras, brillando suavemente en la oscuridad.

—Los caminos se han vuelto a abrir… —dijo el espectro, con el tono de voz del que da una noticia sumamente importante.

—Lo sé, amigo… —no quería entretenerse allí, hablando con un espíritu. Trataba de encontrar el modo de despedirse sin resultar violento ni desagradable, cuando el fantasma dijo:

—Ella salió de la casa. Está fuera, en el porche.

—Gracias… —respondió Eduardo.

Pero antes de que pudiera dirigirse hacia allí, el errante volvió a hablar.

—Señor… Me gustaría decirle algo antes de que se vaya.

—¿Sí?

—Ellos ya vienen. Ya vienen.

—¿Quiénes? —preguntó, sintiendo el frío puño del miedo en la boca del estómago.

—Ellos… —contestó el errante, taciturno. Luego desapareció. Eduardo se quedó un segundo contemplando el lugar que había ocupado el fantasma. Sacudió la cabeza, bajó las escaleras y salió de la casa.

Diana, como le había dicho el espíritu, estaba en el porche. Con un fino camisón por todo abrigo, contemplaba la noche con expresión ausente. No parecía molestarle el frío, tan intenso que a Eduardo le castañetearon los dientes nada más salir. Chasqueó los dedos, dijo dos palabras y al instante la temperatura del porche subió varios grados. Su mujer se volvió hacia él, sonriendo.

—Magia —dijo, señalándolo con un dedo—. Has hecho magia.

—Ha pasado tanto tiempo que ya ni recordaba cómo se hacía. Bernabé tiene razón, estoy oxidado —luego miró en la misma dirección que Diana. El verdor de la colina estaba oculto por las sombras—. ¿Qué haces aquí fuera?

—Quería ver la noche… —se encogió de hombros—. Me entró nostalgia de Idilia. No sé por qué… tal vez haya sido el volver a la Telaraña y sentir de nuevo toda esa magia… No podía dejar de pensar en mi casa.

Pasando un brazo sobre su cuello y el otro en torno a su cintura, Eduardo la trajo hacia sí.

—Estás en casa… —le corrigió él.

Ella asintió con fuerza.

—Lo sé… —Lo miró sonriente aunque la tristeza seguía presente en sus ojos, y comenzó a balancearse suavemente de izquierda a derecha, pasando todo el peso de su cuerpo de un pie a otro—. ¿Sabes? Hace mucho que no bailamos.

—¿Bailar? Jamás he hecho tal cosa. Sólo me limito a resbalar con cierta gracia —afirmó. Le dio la vuelta y la tomó por la cintura. Diana pasó un brazo sobre su hombro mientras buscaba su mano con la suya y soltó una carcajada—. ¿Me permite usted este baile?

—Desde luego.

Y bailaron y bailaron en el silencio de la noche de noviembre, sin preocuparse del mañana, sin preocuparse de nada que no fuera el próximo giro y la siguiente pirueta. Durante largo rato el tiempo se detuvo en el porche de la Colina Negra, y el baile lo fue todo. Durante largo rato lo único que se escuchó en la casa fue su risa y el sonido de sus pasos sobre la madera.