45: Panorámica desde el pueblo al bosque

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Panorámica desde el pueblo al bosque

El pequeño pueblo que se extendía a las faldas de la Colina Negra entró en la madrugada, que convertía como por arte de magia el sábado en domingo. Sólo una calle del pueblo estaba viva en aquel momento; era una avenida plagada de bares que abrían hasta las dos de la mañana. Los jóvenes y los no tan jóvenes del pueblo se reunían allí, dejando pasar el tiempo entre música, charla y alguna que otra copa. Pero aquella noche nadie se lo estaba pasando demasiado bien, una pesada sensación de agobio pendía sobre la zona de marcha, y algo más que el intenso frío hacía apresurar el paso de los que andaban por las calles. En más de una ocasión, alguien se giró de repente, sobresaltado, porque por un segundo había visto algo que no debería estar allí.

El resto del pueblo era un remanso de paz y tranquilidad, pero una paz nerviosa, una tranquilidad a punto de quebrarse. Había muy pocas ventanas con las luces encendidas y las farolas apenas alumbraban; como si la oscuridad de la noche fuera más impenetrable que nunca. Sus esferas de luz temblaban suspendidas de sus delgados tallos de metal como fuegos fatuos en un pantano sombrío.

Adela, la dueña del herbolario, despertó bruscamente tras una pesadilla vivida y terrible. Miró a su alrededor, jadeando. Era incapaz de recordar qué había soñado, pero estaba segura de que tenía relación con la casa de la colina. Retiró las sábanas y bajó de la cama. Una tila la tranquilizaría, decidió. Salió de su cuarto ciñéndose el cinto de la bata y atravesó el pasillo despacio, todavía agitada por aquel súbito despertar. Llegó a la cocina y puso a calentar un vaso de agua en el microondas. Mientras aguardaba el minuto y medio de rigor, echó un vistazo por la ventana.

Al principió creyó que lo que veía al otro lado de la calle era un perro rebuscando en los cubos de basura. Luego se dio cuenta de su error. No era un perro. Era un lobo, un lobo negro de metro y medio de alzada que avanzaba de sombra en sombra, con sus ojos rojos alumbrando la noche como faros. Adela se llevó una mano a la boca para ahogar un grito de asombro. El lobo se detuvo en una esquina, bajo una farola fundida. Un águila de plumas pardas y blancas bajó planeando y tomó tierra junto a él. El lobo desnudó sus colmillos y soltó un gruñido, alzando su cabeza ante el águila que respondió con una reverencia.

El plink del temporizador del microondas le hizo dar un brinco, pero ni el lobo ni el águila se dieron cuenta de que alguien los espiaba. Adela observó, perpleja, cómo aquellos animales mantenían una larga conversación a base de gruñidos y graznidos. Luego el águila, tras otra reverencia, remontó el vuelo y el lobo siguió su camino, llevándose el destello de sus ojos rojo sangre con él.

Adela se quedó inmóvil junto a la ventana durante unos minutos, tratando inútilmente de encontrar algún sentido a lo que acababa de presenciar. Luego, temblorosa, abrió el microondas, cogió el vaso, tiró el agua ya tibia por la fregadera y se sirvió una copa de vino dulce. Iba a necesitar algo más fuerte que una tila para tranquilizarse.

La carretera que pasaba junto al herbolario recorría el lado oeste del pueblo para luego girar hacia la izquierda y unirse a la carretera principal. Al otro lado del punto en que las dos carreteras se unían, comenzaba el suave ascenso hacia la cima de la Colina Negra. Junto a la falda de la colina se levantaba una casa de dos plantas, con un amplio jardín y una piscina en forma de herradura. Las luces interiores indicaban que había vida activa en el salón. Cristina, en pijama y medio recostada en el sofá, comía palomitas mientras veía una película de los hermanos Marx.

De vez en cuando miraba hacia la ventana, como si quisiera cerciorarse de que la colina aún seguía allí. Habían pasado cinco horas, pero no podía dejar de pensar en ello: al poco de anochecer un temblor había sacudido la casa y la colina. Sólo había sido un instante, pero Cristina tuvo que apoyarse en la pared para no caer. Volvió a mirar por la ventana. Los matorrales y los árboles se apretaban como bien podían en la ladera. Suspiró. Se metió una palomita en la boca y siguió con la película, pensando que muy probablemente todo había sido una ilusión o un mareo repentino. Para cuando Groucho Marx pedía «¡Más madera!», ya había olvidado por completo el asunto.

La Colina Negra se alzaba en la noche como un inmenso barco varado. En los pedregales de su lado más abrupto y en los bosquecillos de sus suaves lomas había más agitación de lo habitual. Sombras oscuras y rápidas saltaban de roca en roca. Seres extraños trepaban a los árboles y se ocultaban en sus copas. El tronco de un árbol se abrió de repente, como si se tratara de la puerta de un ascensor, y un hombre sucio y delgado vestido con un raído gabán negro salió de su interior, dejando a su paso volutas de humo verde.

La casa de la Colina Negra estuvo hablando con sus viejos amigos durante toda la noche. El barco fantasma le pidió que extremara las precauciones ya que la colina se había convertido en un foco de atracción para todos los seres sobrenaturales de la Telaraña. Había quien venía con la simple intención de echar un vistazo al Mestizo y saciar su curiosidad, pero otros no traían buenas intenciones. El árbol gigante estuvo de acuerdo con el barco y añadió que sabía de muy buenas fuentes que los Arcontes ya habían enviado una primera avanzadilla a la Colina Negra.

En el interior de la casa Eduardo comentó que ya iba siendo hora de que todos se fueran a la cama. El día había sido largo y necesitaban descansar.

—¿Te quedarás aquí? —le preguntó Diana a Bernabé—. Hay una habitación de invitados en alguna parte. Sólo tenemos que encontrarla.

—No, gracias. Seguiré en mi inmundo cuchitril. Pero no os preocupéis, dejaré abierto el portal que une mi apartamento con la casa. Será como si me quedara… Os vais a cansar de verme, os lo aseguro.

—Yo no creo que pueda dormir después de todo lo que ha pasado… —dijo Víctor.

—Pues tienes que hacerlo —dijo su madre—. Mañana será otro día largo y tendrás que estar descansado… ¿Y no tenías que estudiar?

—¿Estudiar? —preguntaron Víctor y Bernabé a la vez, perplejos.

—¡No pensarás que el niño va a ir al colegio con todo lo que está pasando! —exclamó Bernabé, con el entrecejo fruncido—. ¡No debería salir de la casa!

—No vamos a convertirnos en prisioneros en nuestro propio hogar. El miedo no debe detenernos. Ya idearemos algo para que Víctor esté a salvo fuera. Y no quiero oír ni una palabra más al respecto… ¿de acuerdo?

Nadie dijo nada, pero los dos hermanos cruzaron una mirada de preocupación.

Víctor cerró la puerta de su habitación y se tumbó en la cama, sin desvestirse siquiera. Habían ocurrido tantas cosas en las últimas horas que tenía la sensación de no ser la misma persona que se había levantado de la cama por la mañana. Nunca en la vida se había sentido tan inquieto. Y no podía dejar de preguntarse por qué sus padres no le habían contado todo antes. ¿No querían asustarlo? ¿Pretendían protegerlo? No era capaz de entenderlo. Luego estaba su tío… Aún no sabía qué pensar de él. Le intimidaba su energía y le incomodaba saber que estaba enamorado de su madre… Y la Magia Muerta… ¿Era tan terrible? ¿Debía tener miedo? Eran tantas y tantas las preguntas que le asaltaban… ¿Había hecho bien en romper la barrera? Sí, sin duda. Paula estaba viva, y eso lo compensaba todo, pero aun así…

Miró hacia el techo de su cuarto. Había un montón de nubes bajo el cielo raso moviéndose perezosamente hacia la izquierda y luego a la derecha. Su movimiento era tan hipnótico que Víctor cayó en un profundo sueño en menos de un minuto.

Más allá de la piscina, donde el tiburón continuaba su incansable ronda, se extendía el bosque de la Colina Negra. El viento agitaba las ramas a su paso, susurrando en el silencio sólo quebrado, muy de cuando en cuando, por la charla esporádica de las aves nocturnas. Todo estaba en calma. Hasta que en un claro del bosque un rectángulo de brillante luz apareció de la nada. Parecía una lámina de papel suspendida en el aire. De pronto vibró, tembló y estalló en pedazos. Dejó una oscura oquedad en mitad del bosque. A través de ella surgieron dos figuras. Sus pasos sobre la hojarasca no producían el menor sonido. Un búho de mirada desorbitada echó a volar nada más verlas.

La cosa informé olisqueó el aire con sus diferentes y múltiples olfatos y señaló, aunque estaban demasiado lejos para verla, hacia la casa de la Colina Negra.

—Allí… —susurró el pequeño monstruo.

Su compañero alado entrecerró los ojos mirando en la dirección señalada.