42
«No nos iremos»
—¿Se lo contaste a Diana? —preguntó Bernabé.
Eduardo asintió.
—Durante un tiempo se puso cabezota para que bajáramos a hablar con él. Ya sabes cómo es… Está tan segura de la bondad innata de la gente, que le parece imposible que exista alguien más allá de los remordimientos. La convencí, pero me costó horrores.
—Vaya hada guerrera… —dijo Bernabé soltando una risita irónica—. ¿Sandoval nunca intentó nada?
—No. Aunque a veces tengo la impresión de que nos vigila. De que está al tanto de todos nuestros movimientos… Sea como sea no ha intentado nada desde que vivimos aquí. Sigue en su celda. Y no saldrá de ella hasta que se arrepienta de todo el mal que hizo.
—Eso no pasará nunca. Antes se helará el infierno —carraspeó su hermano, como si lo que fuera a decir a continuación no le gustara lo más mínimo—. De todas formas no me importa lo que pienses sobre la casa. Tenemos que marcharnos de aquí. Este será el primer sitio en el que os busquen. Conozco lugares donde estaréis…
—¿Abandonar la casa? No nos iremos, Bernabé. Es nuestro hogar.
—¡Pero aquí ya no estáis seguros! Y tienes que pensar en Víctor. Debéis marcharos…
—No nos iremos, Bernabé… —insistió Eduardo—. Desde que nací fui dando tumbos sin encontrar un lugar al que pudiera considerar mi hogar. Aquí lo he encontrado… Y no dejaré que me lo arreba…
El sonido brutal de una pared desplomándose le interrumpió. Los dos hermanos se levantaron a la par, mirando en dirección al estrépito. Una zigzagueante grieta se estaba abriendo sobre la chimenea del salón, provocando una lluvia de polvo blanco y pedazos de piedra.
Bernabé invocó la espada en llamas, mientras la mano de Eduardo se cerraba desesperada en torno al vacío, incapaz de conseguirlo. Hubo un movimiento veloz al otro lado de la pared y, de pronto, una cabeza descomunal la atravesó envuelta en una nube de polvo. Aquello soltó un rugido. Una voluta de humo blanco surgió de sus fauces abiertas.
—Un dragón… —susurró Eduardo y detuvo el avance de su hermano, que a punto estaba de descargar un mandoble en la cabeza que pugnaba por atravesar la pared—. ¡Quieto! ¡No quiere hacernos daño! ¡Es la casa!
La cabeza era enorme, casi tan grande como la de un elefante. Sus ojos amarillos centelleaban entre el polvo. Había algo de reptil en sus rasgos, pero también un cierto aire felino. Abrió la boca como si bostezara después de un largo sueño. Los dos hermanos alcanzaron a vislumbrar la corona de llamas que habitaba en su garganta. Bernabé seguía tenso, sólo la mano de Eduardo en su hombro lo retenía.
El dragón detuvo su empuje cuando su cabeza atravesó por completo la pared. Quedó suspendida en el muro, a un metro de la chimenea, como si fuera una pieza de caza enmarcada por un insólito cazador. El animal resopló. Dos aros de humo salieron de sus fosas nasales. Luego se quedó inmóvil, mirando al frente, con una expresión de concentrada atención en su rostro. Las grietas que la cabeza había creado al atravesar la pared se desvanecieron sin dejar rastro.
Ninguno de los dos dijo nada en un buen rato.
—¿Tu casa hace estas cosas a menudo? —le preguntó Bernabé, haciendo desaparecer la espada; a su pesar le temblaba la voz. El único encuentro que había tenido con un dragón hasta esa fecha había sido ciertamente peligroso.
Eduardo asintió.
—A veces lo hace, sí… Esta casa es especial, hermano… —dijo, sin apartar la vista de los enormes ojos ambarinos del dragón—. He conocido lugares poderosos a lo largo de mi vida… ¿Recuerdas la isla Borrosa? ¿O el baluarte del Arlequín? Eran lugares de un inmenso poder. Lo percibías a cada instante, a cada paso que dabas… Aquí es distinto. Es un poder que fluctúa, en un momento no hay nada y al momento siguiente te sientes en la cresta de una ola… Nunca he experimentado nada igual… —apartó la mirada del dragón para dirigirla hacia su hermano—. No importa adónde vayamos, Bernabé; no hay lugar en la tierra en el que estemos más seguros que aquí…