41: El espíritu renacido

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El espíritu renacido

Había regresado.

La casa de la Colina Negra sentía la Telaraña por doquier, de nuevo formaba parte de ella. La magia desatada fluía entre sus paredes, poderosa y libre. Un viento frío con aroma a sal y a tormentas acarició su fachada oeste. Una canción suave que parecía entonada por un montón de hojarasca llegó desde el este. Sus amigos festejaban su vuelta y todos trataban de darle la bienvenida al mismo tiempo. Pero antes de permitirse la alegría del reencuentro, la casa quiso comprobar que, en su interior, todo marchaba como debía.

En el salón, su dueño y el recién llegado charlaban sentados a la mesa. La intensa emoción del reencuentro de los dos hombres flotaba aún en el ambiente. La esencia de la casa permaneció allí unos instantes, infundiéndose ánimos a sí misma antes de mirar en aquel lugar de su geografía que tanto la aterraba: el sótano.

El prisionero estaba de pie en su celda, observando a su alrededor. Él también había notado el cambio. La casa comprobó que la celda siguiera bien sellada; volvió a comprobarlo, por si había pasado algo por alto y, cuando se preparaba para seguir con su exploración, lo comprobó por tercera vez. El prisionero sonrió, consciente de su escrutinio.

Todos los fantasmas habían hecho acto de presencia a la vez, atraídos por la nueva energía que llegaba de la Telaraña. Vio cómo el espíritu de un caballo blanco irrumpía en la biblioteca, agitaba sus crines y desaparecía con un potente salto. Se trataba de un fantasma ajeno a la casa, un ser de la Telaraña. La casa remodeló la barrera que la rodeaba para evitar que espíritus extraños pudieran atravesarla sin más ni más. Ahora también ellos necesitarían ser invitados para poder entrar. Visto el revuelo que había causado su regreso, toda precaución era poca. Había perdido la cuenta de los hechizos de vigilancia y rastreo que se agolpaban contra ella.

Luego prestó toda su atención al desván y a lo que allí ocurría.

Paula seguía dormida en la esquina, envuelta en aquella luz balsámica. Dos docenas de ratones velaban su sueño. El ratón con el jersey rojo se había hecho un ovillo y dormía también, como si el espíritu le hubiera contagiado su sueño. Diana y Víctor contemplaban en silencio al fantasma. Por primera vez desde que había llegado, parecía en paz.

Cuando el hada y el muchacho se giraban, dispuestos a marcharse, Paula abrió los ojos.

—Hola… —saludó vacilante. Miró alrededor, confusa—. ¿Qué ha pasado?

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Diana.

—Bien. Y no lo entiendo. No… No siento dolor. Pero… ¿Cómo? —quiso saber. Examinó su brazo. Lo que antes habían sido desgarros eran ahora simples arañazos. Todas las roturas de su cuerpo estaban en franca mejoría.

—Al final encontramos el modo de curarte… —respondió el hada—. Te dije que lo haríamos.

—Hemos vuelto a la Telaraña —le informó Víctor—. Necesitabas esa energía para…

—¡No! —Paula trató de levantarse, pero todavía estaba demasiado débil—. ¡No podéis hacer eso! ¡Os encontrarán!

—Tarde para discusiones, cariño… —intervino Diana—. No hay vuelta atrás. Lo que tenga que pasar, que pase.

—¿No podéis volver a salir de la Telaraña?

—Fue un hechizo largo y complejo el que nos sacó de allí. Nosotros solos no podemos realizarlo. Y además el libro que contenía el conjuro se convirtió en cenizas… Pero no te preocupes. Aquí sigues estando a salvo. Te lo prometo.

—¿Pero y vosotros?

—Saldremos de esta. Siempre hemos salido con bien de todas las dificultades a las que nos hemos enfrentado. Esta vez no será diferente.