37: Golpes tras el espejo

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Golpes tras el espejo

La pared a la que iba a dar el amplio pasillo de la planta baja se había convertido en un gigantesco cristal espejado. Toda su superficie estaba surcada por una intrincada maraña de grietas; era como si una laboriosa araña hubiera tejido una gran tela de vidrio dentro del espejo. Entre las grietas danzaba una neblina negra.

Los golpes venían de allí.

Su padre se adelantó hasta quedar frente al espejo, con el puño crispado como si empuñara con fuerza algo que los demás no pudieran ver. Al instante los golpes se detuvieron.

Las sombras que recorrían el cristal se retiraron y una silueta humana apareció en su mismo centro. Víctor trató de dar un paso hacia delante para ir junto a su padre, pero su madre lo detuvo, aferrándolo con fuerza de los hombros. La figura tras el cristal no era más que una silueta envuelta en humo, pero aun así había algo en ella que le resultaba tremendamente familiar.

La niebla que flotaba en el interior del espejo comenzó a disiparse y la silueta fue perfilándose cada vez mejor. Pronto lograron distinguir su rostro entre la bruma. Víctor ahogó un grito de sorpresa. El hombre tras el espejo era idéntico a su padre y lo hubiera tomado por su reflejo si no fuera porque sus atuendos eran completamente distintos. Cuando la niebla terminó de aclararse, Víctor fue capaz de observar más diferencias entre los dos hombres: el rostro del extraño era más carnoso y el pelo le caía formando una melena negra de aspecto salvaje.

—¿Vais a dejarme pasar de una vez? —preguntó el hombre del espejo.

—¿Bernabé? —interrogó Eduardo a su vez, casi sin aliento—. ¿Eres tú? ¿De verdad eres tú?

—¡Claro que soy yo! ¿No reconoces a tu propio hermano?

Eduardo dio un paso hacia delante, confuso.

—¿Cómo…? ¿Cómo abro esto? —le dijo, apoyando la palma de su mano en el espejo.

—La segunda protección en el caso de que fallara la primera… ¿recuerdas? Esa que preparamos juntos hace quince años.

Eduardo asintió. Claro que lo recordaba. Fue la última vez que habían estado juntos. Bernabé fue uno de los que los ayudaron a huir de la Telaraña. La segunda protección no era, ni por asomo, tan poderosa y drástica como la primera, que los había apartado del mundo mágico. Pero no por ello dejaba de ser útil: nadie que no hubiera sido invitado por los miembros de la familia podía entrar en la casa. Estaba tan agitado por los acontecimientos que lo había olvidado por completo. Se dio cuenta de que temblaba. Hacía quince años que no veía a su hermano y ahora lo tenía de nuevo ante él… Le costaba un gran esfuerzo contener las lágrimas.

—Puedes… puedes pasar… —susurró.

La telaraña del interior del espejo se deshizo con un suspiro. El enorme cristal desapareció sin dejar rastro y en la pared quedó una gran abertura repleta de volutas de humo negro. El hombre entró en la casa de la Colina Negra en dos pasos rápidos. Cuando Víctor lo vio traspasar la neblina oscura, le pareció imposible que ese hombre fuera el hermano de su padre. No había en él traza alguna de su porte desgarbado ni de su fragilidad. Caminaba muy erguido y parecía rodearlo un halo de increíble fortaleza. Sus ojos, en lo demás idénticos a los de su padre, brillaban con una audacia imposible. Iba vestido con unos pantalones negros, unas botas de cuero con puntera de metal y una camisa holgada, de color gris claro.

Los dos hermanos se miraron fijamente durante lo que pareció una eternidad. Estaban inmóviles a dos metros el uno del otro, contemplándose de arriba abajo, como si, después de tanto tiempo separados, no quisieran pasar por alto el menor detalle. Hasta que el recién llegado saltó hacia delante y descargó un potente puñetazo en el rostro de Eduardo, derribándolo en el acto.

Víctor dio un grito y trató en vano de zafarse de las manos de Diana para ir en ayuda de su padre.

—Quieto aquí, valiente… —le ordenó el hada.

Eduardo se incorporó como pudo hasta quedar sentado. Se llevó una mano a la nariz y la retiró manchada de sangre.

—Sigues pegando igual de fuerte… —dijo.

—¡Y tú sigues cayendo como un saco! —replicó el otro.

Bernabé se inclinó sobre él, le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. Con el mismo impulso con el que lo había levantado, lo atrajo hacia sí y lo abrazó con fuerza. Cuando se separaron había lágrimas en los ojos de ambos.

—Quince años… —comentó Eduardo, en un susurro—. Han pasado quince años…

—¡Y tenían que haber pasado muchos más antes de que pudiera ver tu sucia cara! ¿Por qué has desactivado la protección? —preguntó Bernabé, fuera de sí—. ¡Habéis regresado a la Telaraña, por amor de Dios! ¿Os habéis vuelto locos? ¡Todavía os buscan!

—Teníamos un buen motivo… —le contestó Diana con una sonrisa. Luego añadió—: ¿No vas a saludar a tu cuñada y a tu sobrino?

Bernabé asintió y se acercó hasta ellos. Toda la seguridad de su porte se desvaneció de repente. Ahora caminaba despacio, como si le costara un gran esfuerzo hacerlo. Tenía los ojos fijos en Diana. Víctor frunció el ceño. Hay miradas que, sin quererlo, dicen mucho. Y en la del recién llegado vio la misma intensidad y pasión con que, a veces, su padre miraba a su madre. Lo que descubrió le hizo encontrarse incómodo, primero porque sentía que estaba espiando en el interior del corazón de aquel hombre, y segundo por lo que aquello significaba: Bernabé estaba enamorado de su madre.

—Hola, Diana… —dijo, a media voz—. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?

—Demasiado… Podías haberte dejado caer por aquí. Sabías dónde estábamos.

Bernabé sonrió, entristecido.

—¿Y arriesgarme a que los Arcontes os localizaran por mi culpa? No, nunca… —luego se fijó en Víctor y toda la tristeza de su rostro desapareció—. Víctor, Víctor, Víctor… —le revolvió el cabello y él lo observó con desconfianza—. La última vez que te vi, no eras más que un renacuajo llorón. Y ya estás hecho todo un hombre… —su expresión se endureció. Miró primero a Diana y después a Eduardo—. Y ahora me vais a explicar qué está pasando…