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Magia Muerta
—Tengo que sentarme… —dijo Víctor al cabo de un rato. Las piernas le fallaban. Caminó como en sueños, casi tambaleándose, y se desplomó sobre una de las sillas del salón.
En su cabeza escuchaba una y otra vez dos palabras. Una era «Mestizo». Él lo era, eso era algo evidente. Su padre era un humano, su madre un hada; eso le convertía a él en un ser híbrido, una mezcla de las dos especies. Hasta ese instante eso no había significado nada para él, no le había dado la menor importancia. Pero ese era el motivo por el cual, según su padre, los Arcontes, las máximas autoridades del mundo oculto, lo buscaban. Y cosas peores que los Arcontes.
La otra palabra que se repetía en su mente era «Telaraña», así se llamaba la red que unía todos los lugares mágicos de la tierra, todos excepto la casa de la Colina Negra. Sus padres la habían arrancado de allí para protegerlo, para que nadie pudiera encontrarlo. Y eso estaba matando a Paula.
Víctor estaba mareado, atónito. «Paula se está muriendo por mi culpa», pensó. Sacudió la cabeza. Faltaba una pregunta por hacer. Una pregunta que lo aterraba. Por eso la había dejado para el final.
—¿Por qué? ¿Por qué ser mestizo me hace tan importante?
—Por culpa de la Magia Muerta —le contestó su padre.
—En la Telaraña hay un sinfín de magias diferentes —continuó explicándole su madre. Estaba apoyada contra un ventanal. Víctor no recordaba nunca haberla visto tan triste—. Hay tantas clases que nadie sabe su número exacto. Unas son benévolas, como la Magia Esmeralda de las hadas y los duendes o la Magia Bordada que se teje en las ropas… Pero otras… Otras son perversas, demoníacas. Y de esas, la Magia Muerta es la peor…
—Y la más rara de ver —añadió Eduardo—. En toda la historia de la Telaraña, que se sepa, sólo ha aparecido una docena de veces. Pero en cada una de esas ocasiones ha ocurrido algo terrible, terrible de verdad… La última vez que se dejó ver por la Telaraña fue hace cuatro siglos, durante las guerras vampíricas…
—¿Pero qué tiene que ver conmigo?
Eduardo suspiró antes de hablar:
—Todos los conjuros y hechizos de la Magia Muerta necesitan un ingrediente muy especial para poder funcionar —los ojos de Víctor se abrieron como platos. Creía saber cuál era ese componente. La boca se le secó—. Durante siglos se ignoró cuál era… Los hechiceros y demonios que practicaban la Magia Muerta guardaban el secreto celosamente… Pero hace cuatrocientos años, en mitad de las guerras contra los vampiros, un hechicero negro harto de atrocidades, cambió de bando y se unió a los Arcontes… Y les dijo cuál era el ingrediente…
—Mestizos —dijo Diana—. La sangre de los nacidos de hada y humano.
—La sangre que corre por tus venas, Víctor… —continuó Eduardo—. Tu sangre es el motor de la Magia Muerta.
—Por eso los Arcontes instauraron la ley que prohibía la unión entre hadas y hombres…
—No… —alcanzó a decir Víctor. Se llevó una mano a la garganta.
—Para evitar que la Magia Muerta volviera al mundo…
—¿Cómo…? ¿Cómo de terrible es esa magia?
Fue su madre quien contestó:
—Hace más de quinientos años, dos hechiceros negros la usaron para intentar destruirse el uno al otro. Lo lograron, se aniquilaron mutuamente. Durante su lucha destruyeron también el continente donde se encontraban. Se llamaba Elora… Murieron millones de seres en aquel cataclismo… Dicen que no hay fuerza más poderosa en el mundo, Víctor…
—Hay seres que harían lo imposible por traerla de vuelta a la Telaraña —explicó Eduardo—. Monstruos que sólo anhelan la destrucción de todo lo vivo…
El muchacho asintió lentamente. «Mi sangre, quieren mi sangre para hacer cosas terribles…» Sentía una angustia indescriptible. Miró a través de la ventana del salón y pensó que el mundo que rodeaba a la casa ya no era el mismo. Había horrores inenarrables ahí fuera. Ahora lo sabía. Y lo buscaban. Unos para desangrarlo y otros para encerrarlo de por vida. Y en el desván estaba Paula, descosiéndose como un trapo viejo.
—Ha… Ha pasado mucho tiempo… —dijo—. A lo mejor ya me han olvidado. Puede que hayan dejado de buscarme… ¿no?
Su padre negó con la cabeza, apesadumbrado.
—Nunca dejarán de hacerlo. Eres el único mestizo que ha nacido en cuatro siglos…
—Qué… qué… —no encontraba palabras. Tenía la mente tan revolucionada que estaba a punto de colapsarse—. ¡No sé qué pensar! ¡No sé nada! ¡Nada! —Víctor se levantó de la silla. Estaba sudando—. ¡Sólo sé que Paula se va a morir si no la salvamos! ¡No podemos dejarla desaparecer! ¡No sería justo!
—No podemos hacerlo, Víctor. Si volviéramos a la Telaraña, la salvaríamos, sí… Pero a costa de arriesgarnos a perder todo lo que tenemos… —contestó Eduardo—. Hasta la vida…
Víctor se volvió entonces hacia su madre, buscando consejo. Había lágrimas en los ojos del hada. No recordaba haberla visto llorar nunca. Eso hizo la situación todavía peor; el dolor, la angustia y la confusión se multiplicaron. Las piernas le fallaron y volvió a sentarse.
—¿Mamá? —la voz se le quebraba en la garganta.
—Tu padre tiene razón, cariño… Ojalá pudiéramos ayudarla.
—¡Podemos! ¡Llama a esos Arcontes! Que me encierren para siempre si es lo que quieren. Pero, por favor, por favor, salvad la vida de Paula…
—Paula ya está muerta, Víctor. La mataron hace años.
El muchacho miró con rabia a su padre. Se levantó de la silla. Sentía que se asfixiaba.
—Tengo… que salir… —dijo, y echó a correr hacia la puerta. Necesitaba aire fresco, necesitaba librarse de aquella sensación de agobio y asfixia.
—¡Víctor! —lo llamó su padre.
No atendió a su llamada. Llegó hasta la puerta y cuando trató de abrirla, esta se negó a hacerlo. Era la casa, impidiéndole marcharse fuera.
—¡Déjame salir! —gritó furioso, mirando hacia arriba, conteniendo a duras penas el impulso de liarse a golpes contra las paredes—. ¡Quiero salir de aquí!
La puerta se abrió ante él. Víctor salió a la Colina Negra, jadeando, tropezando en las escaleras del porche en sus ansias por respirar aire fresco.
Echó a correr hacia el bosque, perdiéndose entre los árboles con los ojos llenos de lágrimas.
—Voy por él… —dijo Eduardo.
—No… Deja que se marche. Necesita pensar. Creo que todos lo necesitamos. Esto va demasiado rápido…
—¡No hay nada que pensar, Diana! ¿Crees que resulta fácil para mí? No… No lo es… Pero no tenemos otra opción.
—¿Hasta ahora dirías que hemos sido felices? —le preguntó Diana, de improviso. Él reculó hacia atrás. No se esperaba una pregunta como esa.
—Sí —contestó, mirando a su mujer extrañado—. Lo hemos sido. Y mucho además. Y lo seguiremos siendo…
—¿Tú crees? ¿Seguiremos siendo felices aun sabiendo que hemos dejado desaparecer a Paula?
Eduardo no supo qué contestar.
—Ahora estaba recordando algo… —comentó el hada. Se sentó en el borde de la mesa del salón—. Algo que dijiste al poco de conocernos…
—Dije muchas cosas.
—Sí. Muchas estupideces, la verdad. Y para mi sorpresa alguna que otra cosa medianamente inteligente… —dijo con una sonrisa. Ya no había lágrimas en sus ojos—. Recuerdo que una vez afirmaste algo así: «Hay ideas por las que merece la pena morir. Pero no existe ni una sola por la que merezca la pena matar».
—Sí. Lo dije. Y lo sigo pensando…
—Y si la dejamos desaparecer, ¿no sería como si la estuviéramos matando? Tenemos los medios para salvarla. ¡Hagámoslo!
—¿A qué se debe este repentino cambio de opinión? —Eduardo estaba aturdido, aturdido y perplejo—. Hasta hace un minuto me apoyabas en esto…
—Cuando he visto irse llorando a Víctor, me he dado cuenta de lo que ocurrirá si no ayudamos a Paula. Nos convertiremos en una familia triste. Y no quiero que nos pase eso…