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«No podemos volver»
Hacía frío en el bosque, pero Eduardo apenas lo notaba. Caminaba entre los árboles, despacio, acariciando la corteza de los troncos, saludándolos mentalmente con los nombres con los que Diana los había bautizado. No sabía cuánto tiempo llevaba caminando. Quizás horas.
«Pero deberíais volver a la Telaraña y yo no permitiría eso… Os encontrarían».
Ella lo sabía, pero eso no mitigaba su culpa y su desazón. De algún modo, los hacía aún peores.
Eduardo exhaló un largo suspiro que se convirtió en una nubecilla blanca. Alzó el brazo derecho en la soledad del bosque y estiró la mano como si quisiera tocar el cielo. Las puntas de sus dedos brillaban; una lluvia de chispas de plata cayó de su mano abierta y lo envolvió en una cortina de luz. Luego giró sobre sí mismo, bajando veloz el brazo y trenzó con la energía que despedían sus dedos una cinta plateada que giró y giró a su alrededor. La magia brillaba, saltaba. La magia resplandecía en el bosque de la Colina Negra. Hacía mucho tiempo que no era invocada por aquel hombre alto y desgarbado.
Eduardo, con el recuerdo de la magia cosquilleándole en los dedos, buscó la salida del bosque y, sin ninguna prisa, demorándose como un niño que teme que lo regañen al llegar a casa, tomó por el camino que llevaba al porche.
Encontró a Diana en el salón, sentada en la mecedora. Cuando lo vio aparecer se levantó precipitadamente y se acercó hacia él.
—Te esperaba… —dijo, sin peguntarle dónde había estado—. Paula se muere… —añadió en un susurro.
Eduardo asintió, tragó saliva y dijo algo en voz tan baja que Diana no logró entenderlo.
—¿Qué has dicho? —le preguntó, mirándolo fijamente.
—Hay un modo. Hay un modo de salvarla… —repitió él.
—¡Santo cielo! —el hada se llevó las manos a la cara, sorprendida y feliz por la noticia. La alegría iluminó su rostro de tal modo que Eduardo sintió como si un puño helado le golpeara en pleno pecho. Esa felicidad le destrozaba el alma. Diana frunció el ceño. La alegría desapareció y dejó paso a la duda—: Pero… ¿a qué viene esa cara? ¿Qué…? ¿Qué es lo que pasa?
Eduardo guardó silencio. Luego alzó la vista y miró hacia el techo.
—Para salvarla tendríamos que volver a la Telaraña… —susurró, con el rostro envuelto en sombras—. Los fantasmas absorben constantemente la energía mágica que corre por ella… —suspiró y se mesó el cabello con lentitud—. Paula está separada de esa energía. Eso la está matando… Y sabes que no podemos regresar… No podemos volver a la Telaraña…
—Pero eso no tiene sentido… ¡La casa está llena de magia! ¡Si no, ni Víctor ni yo podríamos vivir aquí! ¡Y también hay fantasmas!
—La magia de esta casa es diferente. Es mágica por sí misma. Aunque la Telaraña no existiera, ella seguiría existiendo… Por eso ha podido conservar todo su poder a pesar de llevar tanto tiempo apartada de la Telaraña. Esa magia basta para sustentaros a vosotros… En cuanto a nuestros fantasmas, surgieron en esta casa y por eso permanecen anclados en ella —suspiró de nuevo, se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con el bajo de su camiseta—. Paula desaparecerá si no rompemos el hechizo que nos separa de la Telaraña. Pero no podemos hacerlo, Diana. Aunque nos duela. Si rompemos la barrera, los Arcontes nos encontrarán… O algo peor que los Arcontes…
Diana dio un paso hacia atrás y buscó la mecedora con la mano. Las piernas le fallaban. El argumento de Eduardo era lógico, pero no podía dejar que esa lógica la derrotara.
—Tiene que haber otro modo de salvarla… —susurró, negando enérgicamente con la cabeza.
—Lo he pensado, cariño… Hay un lugar mágico a setenta kilómetros de aquí, unas tumbas romanas que están dentro de la Telaraña. Si le quedaran fuerzas podría intentar poseerme e ir hasta allí… Pero tal y como está es imposible que pueda poseer a nadie…
—Y si… ¿y si consiguiéramos una de esas botellas en la que aquellos monstruos trataron de meterla? Un ánfora del Inframundo. ¡Podríamos llevarla en ella!
—Aunque consiguiéramos un ánfora no lograríamos meterla dentro… La mataríamos. Está demasiado débil para soportar la tensión de entrar en la botella… Tenemos que aceptar la verdad, Diana. No hay nada que podamos hacer por ella. Nada.
—¡No podemos dejar que desaparezca!
—No tenemos otra alternativa… —dijo él en voz baja—. No podemos salvarla. Si volvemos, los Arcontes se nos echarán encima. Nos separarán y encerrarán a Víctor de por vida. Y eso siendo optimistas. Por nada en el mundo consentirían que la Magia Muerta tuviera una posibilidad, aunque sea pequeña, de regresar…
Una voz llegó desde la escalera que llevaba del piso superior a la planta baja, sobresaltándolos a ambos.
—¿Encerrarme? —preguntó Víctor. Estaba pálido y le temblaba la voz—. ¿A mí? ¿Por qué? ¿Qué… qué es la Magia Muerta? ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Víctor…
—¿De qué estáis hablando?
Eduardo miró a su hijo, inmóvil en la escalera. Había llegado la hora de la verdad, comprendió. Había llegado la hora de contárselo todo. De pronto se sintió terriblemente cansado. No era así como había planeado que sucediera. Se encogió de hombros; rara vez las cosas ocurren como uno espera.
—Hay algo que deberías saber.