31: Días largos, noches en vela

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Días largos, noches en vela

Aquella fue una semana extraña en la casa de la Colina Negra. Un prólogo a la locura que se iba a desencadenar a partir del sábado. Hasta la misma casa estaba en tensión; atenazada por lo que ocurría en su desván, parecía haberse olvidado por completo de su naturaleza mágica y se había convertido en una casa normal. No apareció ninguna habitación nueva, ni un solo mueble cambió de lugar y todas las puertas llevaban siempre a donde debían llevar. Los espíritus errantes seguían apareciendo por todas partes, pero hasta ellos daban la impresión de estar abatidos. En la mecedora del salón, Víctor descubrió a una anciana arrugada y pequeñita, con la vista fija en el techo, moviendo la cabeza con pesadumbre.

Nadie en la casa consiguió dormir bien durante esos días. A veces sucumbían a una especie de sopor fruto del cansancio, pero este duraba poco. Los tres eran conscientes del sufrimiento del fantasma en el desván. En sueños escuchaban su llanto. Cuando estaban despiertos sentían su dolor hasta en el último rincón de la casa; era una suerte de viento frío y desagradable del que no podían librarse, que se pegaba a los huesos y al alma.

Paula sufría, la casa sufría y ellos, cómo no, también estaban castigados por ese sufrimiento.

—¿Estás bien? —le preguntó Cristina a Víctor el miércoles por la mañana, mientras el tren avanzaba rumbo hacia la ciudad—. Pareces enfermo…

Víctor se encogió de hombros. No tenía muchas ganas de hablar. Cristina olía a frambuesa aquel día y, no sabía por qué, ese olor le traía constantemente a la memoria el recuerdo del fantasma envuelto en el ambiente rancio del desván.

—Duermo mal últimamente. A lo mejor estoy incubando un virus o algo por el estilo…

—Pues lo siento mucho, pero hoy no voy a besarte… No quiero que me contagies.

—¡Tú nunca me has besado!

—¿No? Qué memoria la mía…

Víctor sonrió y, nada más hacerlo, se sintió terriblemente culpable. Como si con esa sonrisa estuviera traicionando a Paula. Sintió ganas de llorar. Miró por la ventana, pestañeando con fuerza, tratando de evitar las lágrimas. En el cielo que pendía sobre los campos, las nubes negras no dejaban sitio para el sol.

En esos días el ratón del jersey rojo no durmió ni una noche en la zapatilla de Víctor. Estaba siempre junto a Paula, acurrucado o correteando a su alrededor. Había decidido convertirse en su protector, la había reclamado para sí y se enfadaba cuando los humanos llegaban para molestar. Ni siquiera permitía que otros ratones se acercaran a ella, ahuyentándolos a empujones. Le hubiera gustado hacer lo mismo con los humanos, pero como la diferencia de tamaño se lo impedía debía conformarse con chillarles y corretear irritado entre sus pies. Pero le encantaba aquel trapo rojo que le habían puesto. Le hacía sentir diferente, especial. El ratón más importante de la casa.

Diana pasaba buena parte de las noches en compañía del espíritu. El deterioro de Paula se hacía más evidente con cada día que pasaba. El dolor se mantenía constante, pero las roturas en su cuerpo se iban multiplicando. Una tarde, Diana vio ondear suavemente uno de aquellos jirones y desaparecer. Con cada nueva rotura, Paula parecía menos real, más translúcida.

—Pronto desapareceré… —dijo la madrugada del miércoles al jueves. La casa, en un alarde, había engalanado al fin el desván. Una luz clara inundaba hasta el último rincón de la estancia. No había ni rastro de polvo y todos los cachivaches y estantes brillaban, no como trastos viejos y olvidados, sino como verdaderos tesoros—. ¿Qué me encontraré al otro lado, Diana?

—No lo sé, cariño —contestó el hada, con voz temblorosa. Hasta ella había perdido la fe. La pena se unía a la frustración de saberse inútil, a la horrible certeza de que no podían hacer nada por ayudarla—. Pero tú tardarás en averiguarlo, encontraremos el modo de salvarte… —la animó, aunque apenas albergaba esperanzas.

Eduardo pasaba las horas en su despacho, perdido en sus pensamientos. Hacía tiempo que había dejado de buscar un modo alternativo de salvar a Paula. Sólo existía una forma de hacerlo. Debían volver a la Telaraña. Y no podía consentirlo, no podía exponer a su familia a un peligro mortal.

El jueves subió al desván. Nada más ver al fantasma, con todas aquellas roturas y desgarros, sintió tal tristeza que a punto estuvo de echarse a llorar. Aguantó todo lo que pudo allí arriba, luego se despidió deprisa, asegurando que investigaría sin descanso hasta encontrar el modo de salvarla. No volvió a subir a la estancia hasta el sábado al mediodía. Diana y Víctor estaban abajo, comiendo en la cocina.

Encontró a Paula acurrucada en su esquina con el incansable ratón del jersey rojo agazapado a sus pies. Las veinte arañas de la casa tejían sus brillantes telas entre las cajas. Eduardo se sorprendió al verlas. Solían pasar la mayor parte del tiempo escondidas y sólo aparecían muy de vez en cuando; era la primera vez que las veía a todas juntas. Trabajaban con ansia, como si aquello fuera lo más importante del mundo, como si con su telaraña pudieran frenar el final de Paula.

El ratón del jersey rojo se alzó sobre sus cuartos traseros y lo miró fijamente. Emitió un lastimero chillido y volvió su cabecita en dirección al espíritu.

—¿Paula?

Ella asintió. A su alrededor flotaban ramilletes de piel blanca, espirales que danzaban unidas sólo por una punta a su cuerpo.

Eduardo no sabía por qué había subido al desván y tampoco lo que iba a hacer o decir si encontraba a Paula despierta. Tal vez fue su mala conciencia lo que le hizo ir a verla. Y tal vez fue la culpa la que habló por sus labios:

—Podríamos salvarte… —le confesó en un susurro.

Paula alzó la mirada y le regaló una sonrisa envuelta en la borrosa nube deshilachada que era su cabeza.

—Lo sé… —dijo, su voz era un suspiro lento, tan bajo que casi era silencio—. Pero deberíais volver a la Telaraña y yo no permitiría eso… Os encontrarían.

—¡Lo sabes! —Eduardo dio un paso hacia atrás, sorprendido.

—La magia de la casa no es la misma que la de la Telaraña… Su poder es distinto… No puede curar fantasmas.

—Lo siento… Lo siento mucho —susurró él. La voz se le rompía en la garganta.

—No, por favor… no lo sientas… Habéis hecho lo que… —un grito y una convulsión impidieron que continuara hablando. Paula cayó en un profundo desmayo tan parecido a la muerte que Eduardo pensó que el fantasma estaba a punto de desvanecerse.

Pero no fue así, y Eduardo se quedó allí durante casi una hora, junto a los ratones y las arañas. Y durante todo aquel tiempo no pudo dejar de temblar.