30: La magia del mundo

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La magia del mundo

—¿El lugar más mágico que me he encontrado? —Paula recapacitó un momento después de que Víctor le hiciera esa pregunta—. Egipto. Sí, sin duda… Las pirámides están tan llenas de poder que brillan como soles. En la tierra no hay lugar con más magia que Egipto o, si lo hay, yo no lo conozco.

Víctor sonrió. Estaba sentado en el suelo junto a Paula, con las piernas cruzadas y con el ratón del jersey rojo correteando de uno al otro.

El fantasma le estaba relatando sus viajes y la gente que había conocido en ellos. Le había hablado del barrio secreto de Helsinki, habitado por hombres de piel verde y ojos rojos que eran capaces de cantar canciones que los hacían volar. Le habló también de cierto campo holandés donde crecían unos tulipanes mágicos que se convertían en cristal al ser arrancados; cualquier bebida servida en su interior traía consigo un plácido sueño que desvelaba el futuro.

También le habló del unicornio negro que habita en las Montañas Amarillas, en China, y de la niña muda que lo monta y las aventuras que ambos han vivido y vivirán hasta que den con el dragón que devolverá la voz a la niña y al unicornio a su mundo.

—¿Tú nunca has salido de aquí? ¿Nunca has hecho ningún viaje?

Víctor negó con la cabeza.

—Cuando tenía doce años fui con mi padre a París… Me puse muy enfermo y tuvimos que regresar. Fue una lástima, porque me moría de ganas de ver la torre Eiffel…

Paula asintió. Ella sabía por qué había enfermado el muchacho: Víctor, como ella, como el hada, no podía subsistir mucho tiempo alejado de lugares mágicos.

—La torre Eiffel está encantada. ¿Sabes?

—No… —contestó él, mirándola interesado. El ratón del jersey rojo había trepado por su pantalón y ahora, ceñudo, trataba de hacer lo mismo por su camisa.

—Oh, sí… Hay una ciudad diminuta entre sus junturas y en ella habita un antiguo pueblo gnomo. Tienen un rey muy viejito que una vez al año se lanza en una especie de paracaídas desde lo alto de la torre y, dependiendo de en qué dirección lo lleve el viento, decide cómo gobernará durante el siguiente año… Dice que si alguna vez el viento lo lleva al Este, su pueblo robará la torre y la trasladará con ellos a un lugar muy lejano. Montan sobre el lomo de palomas y subsisten con las migas de los bocadillos de los turistas…

—¿Me tomas el pelo?

Paula sacudió la cabeza con fuerza. El dolor seguía siendo constante, pero intentaba que Víctor no se diera cuenta. Le gustaba su compañía y no quería intranquilizarlo.

—No. Estoy hablando completamente en serio. Hay civilizaciones muy raras repartidas por el mundo.

—Aquí tenemos un montón de ratones y veinte arañas… No creo que se les pueda considerar una civilización, pero sí son bastante raros…

Siguieron hablando durante un rato, hasta que en el espejo de la pared apareció el rostro de Diana para avisarle de que la comida estaba servida. Víctor se despidió y dejó al espíritu y al ratón en el desván. Comió poco y en silencio, sumido en sus pensamientos. Su padre seguía sin encontrar nada que sirviera de ayuda a Paula, y parecía muy apesadumbrado, como si hubiera perdido ya cualquier esperanza.

Cuando subió de nuevo al desván se encontró al espíritu dormido entre las cajas. Su rostro pálido estaba crispado por el dolor. Se había hecho un ovillo en el suelo y parte de su espalda atravesaba una enorme caja de madera. El ratón embutido en su jersey miraba al fantasma de reojo y, cada vez que este temblaba o sufría un espasmo, daba un salto hacia atrás, asustado. Víctor se quedó un rato observando a Paula. Luego bajó a su cuarto.

La casa estaba sumida en el silencio más absoluto. Víctor se sentó en el escritorio y trató de concentrarse en sus tareas, pero le resultó imposible. Su pensamiento volvía una y otra vez al desván. Alzó los ojos al techo de su habitación y suspiró.

Ya anochecía cuando su madre entró en su cuarto tras llamar suavemente a la puerta.

—¿Cómo estás? —le preguntó, apoyada en el marco de la puerta y con los brazos cruzados—. Apenas has probado bocado…

Víctor se encogió de hombros.

—Va a desaparecer, ¿verdad?

—No. No va a desaparecer. Tu padre encontrará algo y la salvará, estoy convencida.

—Es increíble cómo se deshace mientras la miras. ¿No hay modo de ayudarla?

El hada negó con la cabeza.

—Sólo podemos esperar, Víctor. Sólo eso.

—Quisiera poder hacer algo —murmuró el muchacho—. Lo que sea…

Fuera, en la piscina, el tiburón blanco seguía con su ronda mientras la noche se iba haciendo más negra, rodeando con su abrazo frío a la casa de ladrillo rojo donde un fantasma, poco a poco, iba muriendo.