26
«Cada vez más rota»
Diana, tras la mala noticia que le había dado su marido, subió al desván y se sentó en la mecedora, dispuesta a velar el sueño del espíritu herido. Paula temblaba en la esquina entre las cajas, cada vez más translúcida, cada vez más marchita.
Al cabo de un largo rato el fantasma se incorporó de pronto, con los ojos muy abiertos. El ratón que dormía junto a ella se despertó también, sobresaltado. Durante un momento Paula no recordó dónde se encontraba. Luego vio a Diana y se tranquilizó.
—¿Mejor?
Paula negó con la cabeza.
—Igual… Sólo que cada vez me siento más rota y deshecha… —agitó un brazo en el que, como banderolas, hondeaban largas tiras blancas—. ¡Me rindo! ¡Me rindo! —exclamó, y soltó una carcajada llena de amargura.
—Eduardo ha tratado de encontrar un modo de ayudarte… Dice que no hay nada, pero seguirá buscando. No perdamos la esperanza, ¿vale?
Paula asintió, pero de manera desganada. No parecía importarle mucho.
Desde la planta baja les llegó la voz de Víctor. Diana se levantó de la mecedora y se dirigió a la trampilla. Se detuvo antes de llegar a la abertura en el suelo.
—Quiero pedirte un favor… —dijo el hada sin mirar a Paula, con la vista perdida en las sombras al otro lado del desván—. Víctor no sabe nada de la Telaraña, Arcontes, demonios o cosas por el estilo. En la casa está a salvo y no hemos querido preocuparlo. Es mejor que siga sin saberlo, ¿de acuerdo?
—No le contaré nada, Diana… —le respondió. Se tumbó completamente en el suelo para mirar al ratón gris, que no apartaba la vista de ella—. No te preocupes por eso; estate tranquila. Te guardaré el secreto.
—Muchas gracias.
Bajó por la escala, suspiró y se dirigió a la planta baja. Cuando iba a comenzar a descender por las escaleras se encontró con Víctor subiéndolas.
—¡Hola, mamá! —el muchacho frunció el ceño nada más verla. La expresión de su rostro dejaba bien claro que algo no marchaba bien—. ¿Ocurre algo?
—Sí. Quítate el abrigo y deja la mochila en tu cuarto. Tengo que presentarte a alguien…
Víctor obedeció a su madre, intrigado. No recordaba que nadie los hubiera visitado en toda su vida. La familia de su madre la había repudiado cuando incumplió la ley de no casarse con humanos y la familia de su padre se reducía a un hermano al que siempre se recordaba con cariño, pero que nunca había ido a visitarlos. Lo más parecido a una visita que Víctor recordaba fue el día en que el cartero, harto de que le ocurrieran cosas raras cuando intentaba dejar la correspondencia en el buzón, les había informado muy amablemente de que, a partir de entonces, dejaría sus envíos postales en el supermercado.
—¿A quién me vas a presentar? —preguntó cuando regresó de su cuarto.
—Tenemos un fantasma nuevo en la casa —le contestó su madre con un tono de voz que le era desconocido—. Fue la chica que gritó ayer y que no pudisteis encontrar… Llegó herida y… está empeorando…
—Vaya —dijo Víctor, sorprendido por la noticia—. ¿Se puede herir a un fantasma?
—Por lo visto, sí. Tu padre está tratando de encontrar un modo de ayudarla. Aunque no parece tarea fácil. Está en el desván, ¿quieres conocerla?
—Sí, claro que sí…
Diana tiró de la trampilla del techo y la escalera de plata cayó entre ellos. El hada subió primero. Víctor esperó a que su madre estuviera arriba para comenzar a trepar. Probablemente la escalerilla podría aguantar el peso de ambos, pero prefirió no arriesgarse.
Salió a las tinieblas del desván, sin saber muy bien qué se iba a encontrar.
—¿Paula? Este es Víctor… La ruina que tengo por hijo…
—¡Vaya! ¡Muchas gracias! —comentó él, torciendo el gesto.
—Hola, Víctor… —dijo una voz suave y dolorida—. Siento mucho el susto que os di ayer… No era mi intención.
Nada más ver al fantasma, se dio cuenta de lo mucho que sufría. Físicamente aparentaba sólo unos años más que él, aunque una sola mirada a sus ojos bastaba para descubrir que su aspecto no tenía nada que ver con su verdadera edad. Recostada en el suelo, entre dos cajas de cartón, todo su cuerpo estaba rodeado por una suerte de neblina, como si fuera una túnica que hubiera sido tejida con nubes.
Víctor dio un paso vacilante en su dirección. Su cabeza trataba de dar con una frase medianamente inteligente para presentarse, pero se le había quedado la mente en blanco. Aún no había decidido qué decir cuando de un pequeño espejo mal colgado en la pared llegó la voz de su padre. Mostraba la imagen de Eduardo, sentado en su despacho, mirando hacia el desván.
—¿Diana? ¿Puedes bajar un momento? He descubierto un par de cosas interesantes sobre los que van tras Paula…
—Vaya… —Diana estaba confundida. Esperaba que su marido estuviera buscando un modo de ayudar al fantasma. La identidad y motivaciones de los enemigos de Paula le parecían cosas intrascendentes ahora mismo. ¿Por qué preocuparse de quienes la perseguían si la muchacha estaba a punto de desaparecer?—. Vaya… —repitió. Luego miró a Víctor, le revolvió el cabello y sonrió al espíritu herido—. Esperadme aquí. Voy a ver qué tripa se le ha roto a Eduardo…
El hada salió del desván, dejando una estela de chispas color oro a su paso. Víctor enarcó una ceja. Conocía muy bien las estelas doradas de su madre. Sólo aparecían cuando estaba muy enfadada.