25
De regreso a casa
Eran las dos y cuarto cuando el tren, ya de regreso al pueblo, dejó atrás la fábrica de neumáticos.
Víctor bostezó en su asiento. Siempre solía entrarle sueño en el viaje de vuelta y, a veces, aunque era un trayecto corto, daba alguna cabezada. Cristina se había sentado junto a una amiga, un par de asientos más adelante y Víctor las escuchaba reírse entre cuchicheos.
Cerró los ojos, somnoliento. Cuando volvió a abrirlos, el tren frenaba ya en la vía de la estación. Un día se había quedado tan profundamente dormido que, de no haber sido por Fernando que le despertó con una formidable colleja, se hubiera pasado la parada. Bostezó, cogió su mochila y se unió a la fila de jóvenes que bajaba del tren.
Una lluvia fría y rápida cayó sobre ellos nada más poner un pie en el andén. Se produjo una auténtica desbandada de muchachos a la carrera. Víctor contempló con el ceño fruncido la movediza cortina de lluvia que lo separaba del paseo y de su bicicleta. Cristina apareció a su lado. Su perfume de coco había perdido fuerza a lo largo del día, pero todavía resultaba embriagador. Ella también tenía fija la vista en su bicicleta de montaña, candada dos árboles a la izquierda de la de Víctor.
Fernando estaba junto a su moto, al resguardo del alero de una casa, despidiéndose de sus amigos. Como siempre, no tenía la menor intención de esperar a su hermana. Empujó la moto unos metros, se montó en ella y tomóla carretera que llevaba a la Colina Negra. Los dos hermanos vivían en una pequeña casita justo a la falda de la colina. Eso, prácticamente, los convertía en vecinos.
—Llueve a cántaros… —murmuró Víctor—. Vamos a tener que suspender la carrera de hoy.
—Sí. Tendré que dejarte marchar sin hacerte morder el polvo, pequeño. Otro día será…
—¡No te pases! Que yo sepa vamos dos a tres. Voy ganando.
—Pura chiripa… Todo volverá a la normalidad en la próxima carrera. Ya lo verás… —le advirtió Cristina.
En el pueblo había un largo paseo de tierra en el que, de cuando en cuando, se detenían para echar una carrera con sus bicicletas. Las cosas estaban bastante igualadas entre ambos y eso lo hacía más divertido aún. En el fondo no importaba demasiado ganar o perder, pero no por deportividad ni nada parecido. Lo importante eran las bromas que el ganador hacía a costa del vencido.
—¡Bueno! ¡Me largo! —Cristina salió corriendo del refugio de la marquesina de la estación. Se paró en mitad de la acera y se giró para mirar a Víctor que permanecía al resguardo de la tejavana. La lluvia mojaba el rostro de la chica y oscurecía su pelo. Sus ojos parecían más brillantes—. ¡Vamos, rata cobarde! ¡Sólo son cuatro gotas! —le gritó.
—¡Pero están enfadadas! —le replicó él—. ¡Y no quiero mojarme!
—Pues ahí te quedas… —le contestó ella y cruzó la carretera a buen paso.
Víctor gruñó, se colocó el gorro de su cazadora y la siguió, con la mochila bamboleándose a su espalda. Para cuando el muchacho llegó a su bicicleta, Cristina ya se alejaba en la suya, agitando la mano en señal de despedida.
—¡Nos vemos mañana! —le gritó.
Víctor buscó la llave del candado en los bolsillos de sus pantalones. Tardó en encontrarla porque se había metido entre los pliegues de un pañuelo. Luego tuvo que esforzarse para abrir el candado. Tenía las manos mojadas y la pequeña llave se rebelaba entre sus dedos. Frunció el ceño. Sí, era evidente: se parecía más a su padre que a su madre. Al final el candado cedió a sus tentativas y acabó abriéndose.
Se montó en el sillín mojado y se marchó en la misma dirección que la chica.
La lluvia había remitido un poco cuando Víctor llegó a la carretera que separaba el pueblo de la Colina Negra. Aguardó con un pie en la calzada a que el semáforo se pusiera en verde, cruzó la carretera y entró en el camino de tierra que ascendía hacia la casa. A Víctor le encantaba el olor de la lluvia en la colina. Era mucho más intenso y fresco que en el pueblo. Todo parecía más vivo. Respiró con fuerza, pedaleando sin demasiada prisa. La lluvia era ya tan escasa que apenas mojaba. Gotas enormes se precipitaban desde las hojas de los árboles y caían a la tierra húmeda.
Cuando llegó a la cima había dejado de llover. Llevó la bici hacia el costado de la casa y la dejó junto a la destartalada furgoneta azul de su padre.
—¡Ya estoy aquí! —gritó mientras se acercaba a la puerta.
Nada más subir las escaleras del porche, una corriente de aire cálido secó sus ropas y su cuerpo. Fue como si la casa le echara el aliento encima. Abrió la puerta y entró en el salón. Lo primero que vio fue la sombra del piano, revoloteando inquieta en el techo. La sombra de la silla había reconquistado su posición y la huérfana buscaba ahora una nueva víctima.
—¿Hola? —preguntó Víctor a la sala vacía—. ¿No hay nadie en casa?