24: Recuerdos ante el espejo

24

Recuerdos ante el espejo

Eduardo entró en su despacho. Era un cuarto pequeño y sin ventanas situado al final del brazo más corto de la L que dibujaba la planta baja de la casa. Eduardo lo consideraba su refugio, un lugar donde desconectar del mundo y perderse durante unas horas. En el centro de la habitación había una gran mesa de madera negra con un ordenador y un espejo con marco de bronce en un pequeño atril. En cada una de las paredes había estanterías llenas de libros y de extraños artilugios. Una réplica en miniatura del sistema solar flotaba cerca del techo y su sol brillaba tan fuerte que no hacía falta ninguna otra luz para iluminar la estancia. Le había costado mucho trabajo, pero finalmente había logrado convencer a la casa para que nunca hiciera cambios en esa habitación.

Se sentó en la silla frente al ordenador, giró el espejo para tenerlo de cara y acarició su superficie. La yema del dedo dejó una estela líquida en el espejo, como si estuviera hecho de agua. Entrecerró los ojos y se concentró en lo que quería averiguar: fantasmas, sus heridas y cómo tratarlas.

La superficie acuosa del espejo se enturbió durante un segundo. Cuando se aclaró, ya no reflejaba su rostro, sino una página amarillenta y roída por los bordes. ¿A qué libro pertenecía? ¿Dónde se encontraba? Eduardo ignoraba tanto una cosa como la otra. El espejo era capaz de mostrarle cualquier texto que se hubiera escrito en los últimos dos mil años, siempre y cuando no estuviera protegido por artes mágicas.

Se subió las gafas y comenzó a leer. Cuando quería pasar de página o buscar información en otro libro, le bastaba con desearlo. Desde el primer contacto se creaba un enlace mental entre el espejo y quien lo estuviera usando.

A lo largo de la mañana, los más diversos escritos se pasearon por el cristal mágico. Había más modos de herir a un fantasma de los que había imaginado, pero no sólo resultaba complicado hacerlo sino que además eran heridas que sanaban a una velocidad de vértigo. Los fantasmas estaban en contacto constante con la Telaraña y en cuanto resultaban heridos absorbían de ella la energía necesaria para curarse.

Sabiendo eso, fue fácil comprender lo que ocurría con Paula. La casa de la Colina Negra estaba fuera de la Telaraña. La habían sacado de allí para que ni Arcontes ni hechiceros ni demonios pudieran encontrarlos. Sin el contacto reparador de esa magia, Paula estaba perdida. Acabaría deshaciéndose en la nada.

El único modo de salvarla era regresar a la Telaraña y eso era algo que Eduardo no pensaba permitir de modo alguno.

Se pasó las manos por el pelo y resopló. Era una decisión dura, pero no había otra alternativa. Contempló su reflejo en el espejo durante largo rato. No, no podían volver, no podía arriesgar la vida de los que amaba por alguien que acababa de conocer… Además, ¿salvarla? ¿No era muy tarde ya para eso? Paula llevaba años muerta. Era absurdo arriesgarlo todo por ella.

Se reclinó en la silla y trató de serenarse. A su mente acudían mil recuerdos, mil imágenes del pasado. Recordó la primera vez que vio a Diana y cómo se sintió perdido para siempre, atrapado en su mirada, en su voz, en su forma de moverse. Revivió la tarde en que nació Víctor y la maravillosa sensación que le embargó cuando lo tuvo por primera vez entre sus brazos: aquella cosita palpitante, aquel ser frágil y lloroso era su hijo. Su hijo.

Y recordó su encuentro con Daril, uno de los guerreros que los Arcontes habían mandado en su búsqueda y, lo que lo hacía aún peor, un buen amigo.

Faltaban sólo unos días para que Víctor naciera y la noticia de que Diana estaba a punto de dar a luz se había propagado por la Telaraña como un reguero de pólvora. El plan de Eduardo era trasladarse a la casa de la Colina Negra y sacarla de la Telaraña antes de que eso sucediera. Era un hechizo complicado de realizar, y para prepararlo necesitaba uno de los viejos libros de hechizos que estaban en la torre del castillo familiar. Allí fue, sabiendo el riesgo que corría. La Telaraña entera los buscaba y era más que probable que el castillo estuviera bajo vigilancia. Cuando ya tenía el libro en su poder y escapaba por el mismo pasadizo secreto que había usado para entrar, se dio cuenta de que no estaba solo.

—Eduardo… —dijo una voz a su espalda. Se giró para encontrarse con un hombre enorme enfundado en una armadura color ceniza—. Esto tiene que acabar. Detén esta locura antes de que sea tarde…

—No sé de qué locura hablas, Daril.

—Lo sabes muy bien. Tu hijo aún no ha nacido y la Telaraña ya se está volviendo loca… Esto se nos ha ido de las manos. Hay que detenerlo.

—¿Y cómo lo harás, amigo? —preguntó entonces Eduardo—. ¿Quieres que nos liemos a mandobles? ¿Quieres que te diga dónde está Diana para que puedas matarla antes de que el niño nazca?

—Esto no tendría que haber llegado tan lejos, Eduardo. Hay reglas. Hay leyes. Nos gusten o no, tenemos que respetarlas.

—¡Reglas! ¡Leyes! Normas que impiden que dos personas que se aman puedan estar juntas… ¿Qué leyes son esas? —sacudió la cabeza y miró fijamente a Daril—. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Qué vas a hacer para evitar que cometa eso que tú llamas locura?

—Haré lo que me ordenen los Arcontes —guardó silencio un segundo antes de terminar la frase—, me guste o no.

—¿Y qué te han ordenado?

—Que os detenga y os lleve a la ciudadela en las nubes. Diana será enviada de nuevo a Idilia y tú serás desterrado de la Telaraña.

—¿Y mi hijo?

—Permanecerá de por vida confinado en la fortaleza de los Arcontes. ¿No lo ves? Eso será lo mejor para todos.

Eduardo se echó a reír.

—¿Lo mejor para todos? ¿Pero tú te escuchas? De verdad, Daril, ¿oyes lo que dices? ¡Quieres destruir mi familia! ¡Quieres apartarme de todo lo que quiero y encerrar a mi hijo!

—No lo entiendes, Eduardo. Hay Arcontes que quieren ver muerto a tu hijo, ¿comprendes? Dicen que es el único modo de acabar con esto… Por fortuna la mayoría no mataría a un inocente ni aunque su propia vida estuviera en peligro. Pero si el niño nace… Les entrará el pánico, Eduardo… La mera idea de que la Magia Muerta pueda resucitar los aterra…

La Magia Muerta. Esa era la espada de Damocles que pendía sobre él y su familia. La más terrible de las artes siniestras, la magia más poderosa y perversa que había existido jamás. Era sinónimo de destrucción, de masacre, de catástrofe. Y era el motivo por el que todos querían dar con el niño que aún no había nacido.

—Tengo miedo de que me manden matar a tu hijo —le confesó Daril—. Porque si lo hacen, si me ordenan acabar con él… Lo haré.

—Te guste o no.

—Me guste o no. Eduardo, no hagas esto más difícil de lo que ya es. No quiero luchar contra ti.

—Ni yo luchar contigo —se acercó al guerrero de la armadura gris y puso la palma de la mano sobre su hombro—. Ahora escúchame tú. Soy un insensato y todo lo que quieras, pero escúchame: el niño va a desaparecer y nosotros con él. Nadie podrá encontrarnos. Nunca. Te lo prometo. Ni Arcontes, ni demonios ni nadie tan loco como para volver a traer al mundo la Magia Muerta. No nos encontrarán jamás.

—Eso es imposible, Eduardo. Imposible. En cuanto el niño nazca lo detectarán.

—Te he pedido que confíes en mí, Daril. Si no lo haces, ahí tienes tu espada. Úsala. Detenme. Porque me voy ahora mismo. Mi esposa me espera.

Y Eduardo le dio la espalda y echó a andar, temiendo escuchar en cualquier momento el horrible sonido de un arma al salir de su vaina. Pero Daril no empuñó su espada y él pudo regresar junto a Diana.

Eduardo abrió los ojos y a punto estuvo de caerse de la silla. Por un momento había olvidado dónde estaba, perdido en las ensoñaciones del pasado. Suspiró, se levantó y salió del despacho. Se sentía descompuesto y terriblemente triste.

Su mujer bajó las escaleras en cuanto lo oyó salir.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó esperanzada.

Él movió negativamente la cabeza y, por primera vez desde que se conocían, mintió.

—Nada… —contestó, esquivando su mirada—. No hay nada que podamos hacer por ella…

En su cabeza no podía dejar de oír las palabras de Daril: «Tengo miedo de que me manden matar a tu hijo. Porque si lo hacen, si me ordenan acabar con él… Lo haré».