23: Era un fantasma

23

«Era un fantasma»

«Con mi muerte debería haber terminado todo, pero no fue así. Unas horas después volví a abrir los ojos. Estaba tirada en el suelo, allí donde me había derribado el monstruo.

»En un principio no me di cuenta del cambio que se había producido en mí. Los colores eran más suaves y las formas de los objetos parecían difuminadas, como si en torno a ellas hubiera un velo de niebla.

»Traté de incorporarme y salí despedida hacia arriba. Atravesé el techo de la casa como si este no existiera y me encontré metida de lleno en una nube. Fue entonces cuando me di cuenta de en qué me había convertido.

»Era un fantasma.

»Regresé a la casa, tratando de dominarme. Mi nueva realidad era borrosa y además las lágrimas me cegaban. En los minutos que llevaba muerta había llorado más de lo que lo había hecho en toda mi vida.

»Atravesé el tejado y me encontré suspendida en mitad del pasillo. La casa estaba llena de ruidos; cajones que se abrían y cerraban, golpes, muebles arrastrados por el parqué… Nuestros asesinos estaban registrándolo todo. Frenética, intenté recordar lo que sabía sobre fantasmas. Pero sólo venía a mi mente una y otra vez la misma cantinela: “Están muertos. Tu familia ha muerto. Tú estás muerta”. De pronto la criatura que me había matado apareció en el pasillo. Salía de una habitación y se encaminaba a la de enfrente. Sus cabezas hablaban entre ellas y parecía tan absorta en la conversación que ni uno de sus ojos se fijó en mí. Yo me la quedé mirando desde donde me encontraba, flotando pegada al techo.

»Estaba tan asustada que muy probablemente me habría quedado allí hasta que me hubiesen encontrado. Pero vi mi sangre en las garras de aquel espanto y, ahogando un grito, retrocedí en el aire, traspasé la pared y acabé en la habitación que el monstruo acababa de abandonar. Era el cuarto de mis hermanos. Todo estaba patas arriba, deshecho. Hasta habían destripado los colchones… Atravesé el suelo para asomarme a la planta baja, más por alejarme de aquella cosa que por ver qué había sucedido allí.

»Pero lo único que vi fue la cajita de plata. No había rastro alguno del salón, ni de mi familia. No había nada. Sólo la caja. Sus dos partes se habían separado y estaban a un metro de distancia la una de la otra. Flotaban en el vacío, tan fantasmales como yo. De repente la realidad entera danzó a su alrededor y el salón fue apareciendo ante mis ojos, como si alguien lo estuviera dibujando a toda prisa.

»Monstruos con forma humana, hechos de tierra roja, deambulaban con torpeza por la habitación. Un engendro alado ladraba órdenes desde el centro de la sala. Habían volcado los sillones y levantado los tablones del suelo. Todas las estanterías y muebles estaban hechos trizas. Buscaban el cráneo. Pero no conocían la existencia de la caja que lo contenía, y la habían pasado por alto.

»Justo bajo mis pies había una alfombra extendida sobre un montón de bultos. Una mano pálida se asomaba por un lateral. Reconocí el reloj de mi padre y algo se rompió dentro de mí. Grité y todos aquellos engendros miraron en mi dirección.

»—¡Tú! —gritó el líder de aquellos horrores, desplegando dos grandes alas de hueso negro.

»Salí volando. Atravesé el techo y aparecí de nuevo en el pasillo. Me topé de bruces con mi asesino. Los dos chillamos, asustados por el súbito encontronazo. Él echó a correr hacia la puerta y yo seguí mi ascenso, traspasando por segunda vez el tejado.

»Dos de los monstruos terrosos salieron de la casa. La criatura alada se apoyó en el alféizar de una balconada y voló hacia mí, agitando sus alas de hueso. Era veloz, pero yo lo era mucho más y pronto la dejé atrás. Cuando llegué a tal distancia que no podía ver la casa, comencé a sentirme mal. Me asfixiaba, me ahogaba y eso era absurdo porque ya no necesitaba aire. Traté de recuperar aliento, escondida entre los árboles de un parque, pero fue inútil. Cada vez estaba peor. Por fin recordé algo de lo que sabía sobre espíritus: sólo pueden habitar en zonas mágicas y la casa, aunque yo no lo hubiera sabido hasta entonces, era una casa encantada. Había salido del influjo de la magia y me ahogaba como un pez fuera del agua.

»Salí de mi refugio y miré a mi alrededor. Mi percepción de la realidad había cambiado, pero fue entonces, al sobrevolar la ciudad, cuando me di cuenta de hasta qué punto. El mundo real se había vuelto brumoso. Los edificios parecían construidos en humo gris; la gente parecía opaca, irreal. Cuando estaba más desesperada descubrí un resplandor dorado en lo alto de un edificio. Me dirigí hacia allí como una mariposa atraída por una luz brillante.

»Entré en una buhardilla completamente vacía. Aun así, estaba tan rebosante de magia que me sentí recuperada al instante y, en cierto modo, a salvo. Aquel lugar me había atraído como un faro. Y era lógico. Me había convertido en una criatura mágica y ahora, ante mis ojos, la magia se me presentaba con una nitidez increíble, mientras que el mundo no mágico había perdido consistencia.

»Pasé un día entero en la buhardilla. Necesitaba serenarme, pensar. Mi familia había sido asesinada. Yo había sido asesinada… Y había regresado al mundo de los vivos convertida en fantasma. Comprendí que mi regreso no había sido un capricho del destino. Había un motivo: la responsabilidad de mi familia para con la caja eran tan grande que ni la muerte podía librarnos de ella. Yo había sido la última Cócalo en morir. Y por eso había regresado: para poner la caja a salvo, para evitar que la Sombra se hiciera con ella y con lo que contenía.

»Tenía que volver a la casa.

»En el tiempo que llevaba en la buhardilla había recordado lo suficiente sobre la naturaleza de los fantasmas como para trazar un pequeño plan de acción. Decidí llevarlo a cabo cuanto antes.

»Salí de la buhardilla y descendí a través de la fachada del edificio. Cuando llegué a la altura de la calle me mantuve oculta en la pared hasta que un hombre pasó junto a mí. Salté sobre él, cuidándome mucho de que nadie me viera. Entré en su cuerpo con la misma facilidad con la que un nadador se sumerge en el agua. Tampoco me costó esfuerzo alguno tomar el control de su cuerpo. Su mente y su voluntad quedaron en suspenso y yo, corpórea de nuevo, le hice andar por la calle, con mucho cuidado, ya que me sentía tan torpe que temía tropezar y caer. Había bastado un día para que olvidara lo que era tener un cuerpo.

»Aunque ya no estaba en contacto con la magia de la buhardilla, la posesión parecía anular la sensación de ahogo que había sufrido antes. En apenas una hora atravesé las calles de Bonn que me separaban de la casa. Cuando llegue allí me llevé tal sorpresa que casi perdí el control del cuerpo que poseía. La vivienda no estaba donde debía estar. El lugar que antes había ocupado era ahora un solar vacío.

»Yo sabía que la casa se encontraba allí. La sentía, podía percibirla como había sentido la magia de la buhardilla, aunque de manera menos clara, como si alguien hubiera tratado de ocultarla. Las espantosas criaturas que habían acabado conmigo y con mi familia la habían escondido de los ojos mortales.

»Hice avanzar al hombre poseído y nada más poner el pie en el primer peldaño de la escalera, pude verla. El hechizo que la ocultaba se había disipado al traspasar la barrera. Escuché con atención. Todo estaba en silencio, en calma. Los monstruos se habían ido. Entré y me encaminé hacia el salón, tratando de no mirar hacia la alfombra que cubría los cuerpos de mi familia, tratando de no escuchar el zumbido de las moscas que revoloteaban por la sala.

»La caja continuaba tirada en el suelo. Hice que el hombre la agarrara y nos marchamos de allí tan rápido como pudimos. La enterramos en un pequeño jardín a un kilómetro de distancia y a continuación regresamos a la calle donde había tomado el control del hombre. Lo liberé, sintiéndome ligeramente culpable por haberle robado dos horas de su vida. Cuando me fui estaba aturdido, mirando su reloj como si este se hubiera vuelto loco.

»Volví a la buhardilla. Estaba tan agotada que tardé en darme cuenta de que no estaba sola. Ellos se encontraban allí. La criatura que me mató reía oculta entre las sombras y, junto a ella, el engendro de las alas de hueso negro me miraba con malicia.

»—Tienes algo que no te pertenece… —me dijo, nada más verme. No sentí miedo, sólo furia.

»—No lo encontraréis jamás… —les respondí, sin poder contener mi rabia—. ¡Está en lugar seguro!

»—¿En lugar seguro? Los lugares seguros no existen, niña muerta. No te engañes. Y nos dirás dónde está. Nos lo dirás ahora mismo si sabes lo que te conviene…

»—¡Nunca!

»En ese instante la criatura alada saltó hacia mí y me lanzó un zarpazo que traspasó mi cuerpo. Fue tan rápido que ni lo vi venir. Al momento noté un frío mortal allí donde el ser me había tocado. No era dolor, era otra cosa. Era hielo. Trató de golpearme de nuevo pero yo ya no estaba allí, me había apartado de su trayectoria y había volado hasta el techo. La criatura me miró perpleja, no esperaba que resistiera su ataque.

»—¡Tiene magia! —gritó la cosa deforme—. ¡La protege!

»Atravesé la pared de la buhardilla y salí al exterior. Lo último que escuché fue a la criatura alada, chillándome furiosa:

»—¡Daremos contigo! ¡Nadie puede escapar de la Sombra! ¡Te encontraremos!

»Huí. Durante muchos años no hice otra cosa; siempre huyendo, siempre con el temor de que los sicarios de la Sombra me atraparan… Al principio me movía con rapidez, pues me pisaban los talones. En más de una ocasión escapé en el preciso instante en que ellos llegaban al lugar donde me ocultaba. Pero poco a poco fui ganándoles ventaja. Utilicé hechizos para ocultar mi rastro, conjuros que hacían creer a mis perseguidores que me hallaba en lugares alejados de donde de verdad me encontraba.

»Con el tiempo, la calidad y la cantidad de mis hechizos de camuflaje aumentó. Gracias a ello gané la confianza suficiente para pasar meses en un mismo sitio antes de partir en busca de otros más seguros.

»De vez en cuando cambiaba la caja de plata de lugar. Me había dado cuenta de que si esta permanecía mucho tiempo en el mismo sitio, los crímenes en la región se multiplicaban, como si de algún modo su maldad influyera en los que la rodeaban. Por fin encontré un emplazamiento al que no parecía afectar la maldición de la caja y, desde entonces, no he visto motivo para volver a trasladarla.

»Yo misma encontré un hogar donde creí estar a salvo. Una casa encantada, muy parecida a esta. La familia que vivía allí me acogió y me ayudó en todo lo que pudo; en poco tiempo la casa estuvo repleta de talismanes y amuletos que buscaron para protegerme. Pero no fue suficiente. Me confié y me encontraron. Aquel monstruo al final tuvo razón: “Los lugares seguros no existen”.

Paula calló.

—Estoy muy cansada… —anunció, en un susurro, cerrando los ojos. Mientras contaba su historia, nuevas heridas se habían ido abriendo en su cuerpo.

Eduardo miró a su esposa.

—Creo que lo mejor será que la dejemos descansar…

Diana asintió. Paula se había sumido en una especie de sueño inquieto. El ratón gris, tendido a sus pies, soltó un bostezo, se hizo un ovillo y cerró los ojos.

Diana y Eduardo bajaron del desván.

—¿Te has dado cuenta de cómo se rompía mientras nos hablaba? —preguntó ella cuando estuvieron en el pasillo.

—Lo he visto. No durará mucho si sigue así… —afirmó, agitando la cabeza apesadumbrado.

—¿Podremos ayudarla?

—Ojalá, cariño… —suspiró—. ¿Así que esta era tu corazonada?

—Eso creo —contestó, aunque por el tono de su voz no parecía nada segura—. ¿Cómo habrá podido traspasar la barrera?

—No la traspasó, creo que aquella pobre casa transportó directamente a Paula al otro lado. Las dos debieron de estar muy unidas en el pasado, quizá eran amigas o algo por el estilo. Sea como sea, la casa moribunda envió a Paula al lugar que ocupaba la nuestra en la Telaraña antes de que la sacáramos de allí. Fue un tiro a ciegas. Y le salió bien. Ahora sólo tengo que averiguar qué es lo que le ocurre a Paula… —contempló la mirada triste de su mujer y sonrió para tratar de animarla—. Si hay un modo de salvarla, lo encontraré… Te lo prometo.

—Sé que lo harás…