21
El laberinto
La cosa informe lanzó una patada no demasiado fuerte a su compañero. Había pasado casi un día desde que la Sombra lo matara y el pequeño monstruo estaba preocupado: su amigo nunca había estado tanto tiempo muerto. Cuando comenzaba a perder la esperanza, la criatura alada abrió los ojos y soltó un gruñido furioso. Se incorporó a medias y apoyó la espalda contra el muro. Giró el cuello a izquierda y derecha hasta que las vértebras volvieron a coincidir unas con otras. Luego aulló y golpeó con fuerza la pared, rabioso.
Clavó sus ojos en la cosa. Escupió al suelo y se levantó despacio.
—¿Por qué siempre me mata a mí? —preguntó en un susurro, con la voz rota—. ¿Por qué nunca te ha matado a ti? ¡Contesta, maldito gusano!
Su compañero retrocedió un paso.
—Si me mata, muero… —apuntó, tímido—. Yo no puedo volver…
—¡Excusas! ¡Excusas! —estiró sus alas de hueso, volvió a girar el cuello y graznó.
Morir no era agradable. Volver de la muerte, tampoco.
—¿Dónde está la Sombra? —preguntó al descubrir que el trono estaba vacío. En la sala se movían despacio algunos guardianes, con la mirada ausente. Eran enormes trozos de barro solidificado a los que se les había dado forma humana, con tan poca identidad y cerebro que parecían perdidos sin la presencia de su amo.
—En sus aposentos. Creo que está disgustado con nosotros… —dijo, titubeando.
—¡Claro que está disgustado, imbécil! ¡Me ha matado!
Avanzó con rapidez por la Sala del Trono, con la cosa informe correteando tras ella. Salieron por uno de los múltiples pasillos que iban a desembocar allí, bajo la mirada apática de los guardianes.
Las dos criaturas se adentraron en las tinieblas del pasillo. De vez en cuando la mayor golpeaba las paredes con sus puños, haciendo saltar esquirlas de roca.
—¡Harto! ¡Estoy harto! ¿Cuántas veces me ha matado desde que estamos a su servicio? ¡Dime! ¿Mil? ¿Dos mil?
—Baja la voz… Baja la voz… —le aconsejó el otro espanto, lanzando miradas cautelosas a su alrededor.
—¿Por qué? ¿Qué va a hacer? ¿Matarme?
El corredor por el que caminaban formaba parte de un edificio que en otro tiempo fue digno de contemplar. Un palacio hermoso y resplandeciente, lleno a rebosar de magníficas obras de arte. Nada quedaba ya de aquel esplendor. Sólo sombras y ruinas. Un demonio se había apoderado de aquel lugar y nada bello perdura en las cercanías del mal.
En un extremo del pasillo encontraron una estrecha escalinata de mármol ennegrecido. Descendieron por ella, deprisa, chapoteando en el barro y el agua turbia. Una tiniebla cenicienta los envolvió cuando llegaron al final de las escaleras y salieron al sótano del Palacio. Era una sala inmensa que ocupaba todo el subsuelo del edificio. El piso estaba lleno de charcos y escombros, pero se podían ver claramente las ruinas de lo que en otro tiempo debió de ser un gigantesco laberinto. De este sólo quedaban las bases de los muros que le habían dado forma y alguna que otra pared. El dibujo del trazado del laberinto todavía se distinguía en el suelo cubierto de agua.
El ser alado continuaba mascullando en voz baja. La cosa informe lo seguía, sin comprender qué habían ido a hacer allí. Aquel lugar no le gustaba. Le daba miedo.
Tardaron más de quince minutos en llegar hasta el centro del laberinto. Allí, rodeado de calaveras, yacía el esqueleto de un gigante. Sus grandes huesos brillaban en la penumbra como rescoldos de un incendio recién sofocado. El gigantesco esqueleto no estaba completo. Faltaba el cráneo.
—¡Y todo por un cráneo! ¡Por un trozo de hueso! —aulló la criatura alada, mientras pateaba con furia las calaveras que rodeaban el gran esqueleto. Había cientos de ellas; la mayoría eran humanas pero había otras demasiado grandes y grotescas para serlo—. ¡Maldito seas! ¡Maldito seas mil veces! ¡Ojalá nunca hubiera muerto tan cerca de ti! ¡Mi alma sería mía! ¡Sólo mía! —siguió pateando cráneos, rompiendo muchos, haciendo rodar otros… Hasta que, sin aliento, se detuvo, con las garras en las caderas y jadeando.
—¿Más tranquilo? —preguntó la cosa con cautela.
—¡No! —graznó, lanzándole una potente patada que le alcanzó en un costado. La pequeña criatura chilló y se alejó tan rápido que acabó rodando sobre sí misma—. Ahora mejor… Venga, salgamos de aquí.