20
«Nunca he visto nada igual»
Eduardo se despertó cuando una súbita ventolera retiró con violencia las sábanas que lo cubrían. Abrió un ojo, gruñó y trató de hacerse con una esquina de las mantas para volver a taparse. Era imposible que fueran ya las nueve. Diana, que siempre solía ser silenciosa como una gata, le había despertado al levantarse, y no hacía ni una hora de eso. Lo sabía porque no había podido volver a conciliar el sueño. Sentía una incómoda sensación en sus sienes, como si escuchara el lejano sonido de un llanto.
Su mano seguía buscando la sábana sin encontrarla. Se levantó a medias, apoyándose en un codo. La extraña corriente había tirado las mantas al suelo, tan lejos como le había sido posible.
Se sentó en la cama, frotándose los ojos. Las persianas de los dos ventanales se levantaron al unísono y la luz taciturna del día entró con fuerza en la habitación.
—Ouch… —musitó Eduardo, deslumbrando por la repentina claridad.
La casa quería que se levantara, no quedaba ninguna duda. Hasta sentía que el colchón trataba de empujarlo fuera.
Eduardo, con una expresión de cierto disgusto en el rostro, cedió y se levantó. Comenzaba a vestirse cuando la puerta del armario que había frente a la cama se abrió. El espejo de cuerpo entero que ocupaba la cara interior de la puerta no les reflejó ni a él ni a la habitación; en su lugar vio a Diana, acuclillada en el desván. Junto a ella había algo que en un principio tomó por un retazo de niebla. Luego se dio cuenta de que era un espíritu, pálido y demacrado, con el rostro cubierto de lágrimas.
—Vaya… —murmuró—. Creo que hemos resuelto el misterio del grito de ayer.
Terminó de vestirse deprisa. Se peinó como pudo con las palmas de las manos y salió de la habitación en busca de la trampilla movediza que llevaba al desván. La encontró abierta y con una escalerilla de plata colgando. Subió despacio, asomó la cabeza en las tinieblas y, al instante, el polvo suspendido en el aire le hizo estornudar con tanta fuerza que, en la calma de la buhardilla, sonó como un cañonazo. En la esquina entre las cajas, Paula soltó un grito y volvió a esconderse.
—Buenos días también para ti, cariño —dijo su mujer, dedicándole una sonrisa—. Tenemos visita. Pero creo que la has asustado…
—No era mi intención, palabra… —emergió de la trampilla, tratando de contener otro estornudo—. ¿Y quién es nuestro visitante, si se puede saber?
—Paula. Un fantasma… —respondió, y luego añadió, dirigiéndose al montón de cajas—: Es mi marido. No pasa nada, tranquila. Si se porta mal, entre las dos lo reduciremos sin problemas…
Paula volvió a salir de su escondite. Nada más verla, Eduardo comprendió que había algo que marchaba rematadamente mal en ese fantasma. Todos los espíritus, hasta los más terribles, estaban dotados de cierta gracia etérea, como si el haber abandonado el cuerpo carnal los hubiera dotado de una agilidad especial. Pero en Paula no quedaba nada de eso; en su lugar había dolor, y en tal cantidad que resonaba por todo el desván.
—Le vi ayer —dijo Paula tratando de sonreír sin conseguirlo—. Me escondí cuando le escuché abrir la trampilla. Tenía miedo de que fueran ellos…
—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? —preguntó Eduardo, acercándose despacio hacia donde se encontraban las dos mujeres, la muerta y la viva. La horda de ratones que las rodeaba se dispersó para permitirle el paso. Apartó una telaraña que colgaba de un perchero, esquivó el herrumbroso esqueleto mecánico de un artilugio de uso desconocido y se sentó en el suelo. Un ratón gris pasó veloz a su lado y se acurrucó junto al espíritu.
—Los sicarios de la Sombra… —contestó Paula.
El fantasma les contó lo ocurrido el día anterior. Les contó el modo en que aquellos dos monstruos habían arrasado la casa que la cobijaba y asesinado a la familia que vivía allí, y cómo la casa, usando sus últimas fuerzas, la había mandado hasta su vivienda. A lo largo de su narración no vertió ni una sola lágrima, pero el dolor y la pena estaban entrelazados en cada una de sus palabras.
Cuando acabó, Diana miró a su marido.
—¿Conoces a esa Sombra, Eduardo?
Él asintió.
—Es un demonio menor del Inframundo. No es de los más poderosos… Pero sigue siendo un demonio. No es bueno tenerlo como enemigo —contempló el rostro lívido de Paula y se acercó hacia ella—. Me gustaría ver esas heridas… ¿Me permites?
Eduardo examinó los desgarrones del fantasma. Frunció el ceño y miró a su alrededor en busca de algo con lo que iluminar las tinieblas del desván. En ese preciso momento una esfera de luz plateada apareció sobre su cabeza.
—¿Qué opinas? —preguntó Diana.
—Que nunca había visto nada igual… —acarició los pliegues de uno de los desgarrones y sintió un fuerte cosquilleo en las yemas de los dedos.
Paula dio un grito y echó a volar. Llegó hasta el techo y se hizo un ovillo junto a una viga. Estaba temblando.
—Duele —les dijo, mirándolos fijamente—. Duele muchísimo…
Eduardo se incorporó, se sacudió la culera del pantalón para limpiarla de polvo y frunció el ceño.
—La vasija del Inframundo en la que esos monstruos te querían meter era poderosa… La magia de la casa la contrarrestó, sí… pero la lucha de esas fuerzas te ha dañado de un modo que no entiendo.
Las manos pálidas de Paula acariciaron sus heridas. Apretó los dientes.
—Es como… Como si me descosiera… Si esto sigue así, desapareceré… —susurró, descendiendo de vuelta a la esquina.
—No vas a desaparecer. Quítate eso de la cabeza de una vez… —le reprendió Diana—. Te ayudaremos. ¿Verdad, Eduardo?
—Haremos lo que podamos… No tengo muy claro cómo has llegado hasta aquí, chiquilla, pero la casa te ha dejado pasar y eso te convierte en nuestra responsabilidad. Quedas bajo la vigilancia y amparo de la casa de la Colina Negra…
—Bien… Veamos… La Sombra te persigue… ¿Por qué?
—Lleva siglos buscando algo. Y yo sé dónde está.