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Rastreadores
Un mar de nubes flotaba sobre el hielo antártico. Eran nubes grandes como montañas, de un sucio color gris, que se alzaban en el cielo con tal majestuosidad que parecían clavadas en él. El viento aullaba a su alrededor, tratando en vano de moverlas de su sitio. Pero eso era imposible. Hacía siglos que estaban inmóviles allí, en mitad del polo sur, y sólo la misma magia que las había hecho detenerse podría ponerlas de nuevo en marcha. Sobre el lomo de las nubes habían construido una ciudad de hielo y piedra y, en su centro, un castillo de cristal, de altos muros y torres deslumbrantes. Era la fortaleza de vidrio, la residencia del Consejo de magos que velaban por la seguridad de la Telaraña: los Arcontes, los jueces supremos del mundo oculto.
En lo más alto de una de la torres, un anciano hechicero buscaba a Víctor. Llevaba quince años haciéndolo, sin descansar ni un instante ni dormir un segundo. Estaba completamente sumergido en el líquido amarillento que contenía una gigantesca bañera de madera verde. Tenía los ojos cerrados y de sus labios violáceos surgía una lenta estela de pequeñas burbujas. Su piel estaba tan arrugada que daba la impresión de estar envuelto en rollos de pergamino viejo. Por la sala deambulaban dos sirvientes, atentos al hombre sumergido. Uno de ellos llevaba un cubo lleno de sustancia ambarina y estaba esperando el momento exacto para verterlo en la bañera.
El mago ignoraba por completo el mundo que lo rodeaba de tan inmerso que estaba en su trance. En su mente veía la Telaraña entera, desplegada como una inmensa red de hebras luminosas por la que se desplazaban un sinfín de diminutos puntos de luz. Cada uno de ellos representaba un habitante de la Telaraña.
No era el único que buscaba al Mestizo, muchos otros trataban de dar con él; unos, como el anciano, permanecían inmóviles, vigilantes, atentos a la aparición de la rara energía que despiden los nacidos de hadas y humanos. Otras presencias no estaban fijas, se movían de un lado a otro como pequeñas esferas de nácar, incansables en su búsqueda. Pero hasta el momento nadie había tenido suerte: en la Telaraña no había ni rastro del muchacho o de sus padres. Muchos pensaban que estaban bajo algún potente hechizo de ocultación, pero el anciano tenía la teoría de que si nadie había podido hallarlos en todos esos años era por una razón bien simple: no estaban allí. El Mestizo y su familia habían abandonado la Telaraña. Y estarían a salvo siempre y cuando no regresaran.
El hechicero no quería ni pensar en lo que podría ocurrir si eso sucedía. Había fuerzas terribles buscando al muchacho y si una de ellas conseguía capturarlo antes de que los Arcontes dieran con él…
Las burbujas dejaron de salir de entre los labios del anciano, su cuerpo se envaró en la bañera y una fuerte convulsión recorrió todo su cuerpo. A un grito de su compañero, el sirviente que portaba el cubo vertió en la bañera el ámbar mágico que mantenía con vida al mago y al instante regresaron las burbujas.
«No sé dónde estáis», pensó el anciano mientras continuaba con su incansable vigilancia. «Ni lo sé, ni me importa, pero por favor, por favor, quedaos allí. No regreséis jamás. Que nadie os encuentre nunca».