18
Mestizo
—Nadie va a matarnos… —le dijo el hada al fantasma—. Y tú no te irás a ninguna parte hasta que no sepa qué está ocurriendo. Ahora tranquilízate y cuéntamelo todo, ¿quieres? Te ayudaremos si está en nuestra mano…
—¡No! ¡No! ¡Os matarán! ¿No lo entiendes? ¡La Sombra me encontrará y os hará matar por darme refugio! —las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas—. ¡Ojalá hubiera desaparecido para siempre! ¡Ojalá desapareciera ahora mismo! ¡Todo acabaría y todo estaría bien!
—No digas eso —le riñó Diana, muy seria—. No desees nunca barbaridades. Los deseos son traicioneros… Cuando menos te lo esperas, van y se cumplen.
—¡Pero es que eso es lo que quiero! ¡Quiero desaparecer!
—Aquí estás a salvo —le aseguró Diana—. Nadie te encontrará en esta casa.
—Me encontrarán… Me encontrarán…
El fantasma temblaba de dolor y de miedo. A Diana la situación le produjo mucha ternura. Hubiera dado lo que fuera por poder acariciarla, por apartar aquel cabello moreno que caía sobre su rostro y limpiarle las lágrimas. Pero sólo contaba con sus palabras para consolarla.
—No sé quién es esa sombra tuya —dijo—. Ni lo que quiere de ti. Pero te aseguro que mientras estés en esta casa no podrá encontrarte, haga lo que haga.
—¡No! Ya me confié una vez. Creía que no me buscaban, que se habían olvidado de mí. Creí que estaba a salvo… Y me encontraron. Me encontraron…
—Te repito que aquí estás a salvo. ¿Y sabes por qué estoy tan segura de eso? —la miró directamente a los ojos antes de continuar—: Porque llevan quince años buscándonos a nosotros y no nos han encontrado.
—¿A vosotros? ¿Os buscan? ¿Quién? ¿Por qué? —preguntó Paula que no daba crédito a lo que oía.
Diana no contestó. Se limitó a sonreír, como si la respuesta fuera evidente.
Y de pronto Paula recordó al hombre y al muchacho que habían subido al desván el día anterior, tan parecidos el uno al otro que resultaba obvio que eran padre e hijo. El adulto estaba rodeado del aura peculiar que rodea a todos los humanos instruidos en las artes mágicas, pero era un resplandor deslucido, como si hubieran pasado años desde la última vez que el hombre había practicado magia. El joven también contaba con su propia aura; en ella se mezclaban destellos plateados y volutas de humo negro. Paula nunca había visto nada igual, aunque el aura de Diana tenía una semejanza lejana a los brillos de plata de Víctor. Ella debía de ser su madre. Los ojos del espíritu se abrieron como platos al comprender lo que eso significaba.
La mujer era un hada, el hombre un humano, por lo tanto el muchacho era…
—El Mestizo… —susurró Paula, tan sorprendida que por un instante se olvidó del dolor—. Tu hijo es el mestizo al que todos buscan…