17
El tren
Víctor candó la bicicleta a uno de los árboles del paseo ajardinado que discurría frente a la estación. El pueblo tenía casi tres mil habitantes y aunque contaba con un sinfín de comodidades y servicios, faltaban una escuela y un instituto o algo que aglutinara a ambos. Sólo había una pequeña guardería en el centro de la plaza del castillo y los jóvenes del pueblo tenían que desplazarse en tren hasta la ciudad para asistir a clase. Era un viaje diario de apenas veinte minutos.
Casi un centenar de estudiantes llenaba el vestíbulo, las salas de espera y los andenes entre el edificio principal y las dos únicas vías de la estación. La mayoría formaba corrillos mientras aguardaba el tren, charlando y bromeando entre ellos. A Víctor le llegaba el rumor de múltiples conversaciones: un partido de fútbol de resultado injusto, el monstruo final del juego de moda, el último estreno en cine, alguien que comenzaba a salir con alguien…
Víctor esperaba solo en el andén, con la vista perdida en las vías. Estaba acostumbrado a que lo ignoraran. La gente del pueblo no tenía demasiado cariño a la familia de la Colina Negra. Salvo contadas excepciones, todos los jóvenes del pueblo hacían ver que Víctor no existía. No lo entendía. No llegaba a comprenderlo, pero era así. Al principio eso le preocupaba, pero luego siguió la filosofía de su padre: «Hay quienes desprecian lo que es diferente o lo que no comprenden; no te preocupes por ellos, no es gente que merezca la pena conocer». Tal vez con el tiempo adoptara la coletilla que su madre siempre añadía a esa sentencia: «Pero no pierdes nada por intentar que cambien». Por el momento se limitaba a ignorar a quienes lo ignoraban. Le parecía un trato justo.
El tiempo había refrescado mucho. Se abrochaba su parka gris justo cuando escuchó el sonido retumbante del tren que se aproximaba. Entró en la vía haciendo tanto ruido que, por un momento, las conversaciones quedaron eclipsadas por su traqueteo. Los altavoces de la estación avisaron de su salida inminente y Víctor subió con rapidez.
Los jóvenes comenzaron a llenar el vagón. Se empujaban unos a otros, entre carcajadas y bromas, mientras buscaban asientos libres. Eligió un asiento junto a la ventanilla, cerca de la puerta. Nada más sentarse alguien lo golpeó con fuerza en la nuca. Víctor se giró mientras se masajeaba el cuello. Un joven castaño, con el pelo muy corto y ojos grises, lo miraba, risueño y burlón. Llevaba una camiseta negra de un grupo punk de los años setenta y unos vaqueros desgastados. Todavía empuñaba el cuaderno enrollado con el que le había pegado.
—¡Buenos días, monstruito! ¿Todo bien por la casa del terror?
—Perfectamente —contestó él, fulminándolo con la mirada—. En cuanto desenterremos otro cadáver te pasaremos su cerebro. Tiene que dolerte ir por ahí con la cabeza vacía.
—¡Un cerebro! ¡No, por favor! ¿Pretendes hacerme pensar? ¡Eso me destruiría! —soltó una carcajada y le tiró el cuaderno al regazo—. Ahí tienes los apuntes de Historia. Disfrútalos, compañero… ¡Nos vemos! —y desapareció entre el barullo del vagón antes de que Víctor pudiera darle las gracias.
Fernando era uno de los pocos que tenían cierto trato con él. Un trato curioso donde proliferaban los golpes y los insultos más variados. Aun así se llevaban bastante bien.
Víctor miró a su alrededor, buscando a la otra persona con la que le unía algo parecido a la amistad. La encontró en el otro extremo del vagón, hablando con una amiga y tratando de que la mochila que llevaba al hombro no le resbalara. Se llamaba Cristina y era la hermana pequeña de Fernando. En lo único que coincidían ambos era en no tratarlo como si fuera un apestado, en lo demás se llevaban a matar.
Aquel día Cristina vestía una cazadora vaquera gruesa, un peto de color negro y una camiseta blanca. Llevaba el pelo rubio corto y despeinado, recién lavado. Aunque desde donde se encontraba no podía confirmarlo, estaba seguro de que la chica olería a coco. Era su perfume de los lunes. El resto de la semana iba variando, pero los lunes siempre usaba el mismo, no entendía por qué ni pensaba preguntárselo. Víctor tenía la sospecha de que la mayoría de las chicas no dormían jamás y que utilizaban la noche para prepararse y aparecer radiantes al día siguiente. No podía haber otra explicación. A su lado uno siempre tenía la sensación de estar mugriento.
Cristina se despidió de su amiga justo cuando el tren se ponía en marcha. Fue avanzando despacio por el pasillo, guardando el equilibrio con soltura a pesar del ajetreo del vagón.
Llegó a la altura de Víctor y se dejó caer pesadamente en el asiento contiguo. Una dulce vaharada de coco lo rodeó y el muchacho, en el acto, se sintió viscoso y maloliente, como si acabara de salir de una dura pelea en el barro.
—Buenas y claras mañanas, Víctor… —canturreó al sentarse—. ¿Qué tal el finde?
«El sábado la biblioteca de la casa se llenó de mariposas. Cada una tenía una letra diferente escrita en sus alas. Mi madre y yo nos dedicamos a atraparlas con una red y a formar palabras con ellas antes de soltarlas. El domingo apareció un tiburón en la piscina y algo más tarde una mujer gritó en la casa, pero, por mucho que buscamos, no encontramos nada. Y el ratón que duerme en mi zapatilla no ha venido esta noche y, aunque sea una estupidez, me tiene preocupado».
Eso fue lo que pensó; en cambio, esto fue lo que dijo:
—Como siempre… Aburrido a ratos.
—Lo que deberías hacer es bajar al pueblo una tarde y salir con nosotros —le sugirió Cristina. Había apoyado su mochila en el regazo y sacaba de ella, a tirones, un cuaderno de tapa verde que estaba atrapado entre dos libros—. Conmigo y mis amigos… Te vas a oxidar allí arriba.
—¿Se lo has dicho a ellos? —le preguntó Víctor, no demasiado interesado en su respuesta. Miraba la mochila negra de Cristina, plagada de cremalleras. La joven le había puesto un adorno nuevo, un llavero con un personaje clásico de las series de dibujos animados de la Warner: un marciano vestido de romano, con un casco verde rematado por lo que parecía un cepillo amarillo. Tenía la cara completamente negra a excepción de dos grandes ojos blancos que miraban hacia arriba. El marciano colgaba junto a una rana de color azul, el símbolo de la paz y un perro de aspecto fiero.
—No… Te tienen por un bicho raro, ya lo sabes. Pero creo que si les dieras la oportunidad de conocerte…
—Mejor vamos a dejarlo… Ellos no me tragan a mí y yo no los trago a ellos —comentó, mientras inspeccionaba de cerca el nuevo llavero de Cristina. Había algo en él que le traía vagos recuerdos del sueño de la noche pasada. Algo negro, sin rasgos en su rostro pero con dos ojos blancos y terribles que nada tenían que ver con los de aquel muñequito. Algo que buscaba lo mismo que buscaba él: a la joven que lloraba.
«¿A la joven?», pensó, acariciando el casco del marciano con el ceño fruncido… «¿Cómo sé que se trata de una joven?»
—¿No te gusta mi marciano?
—Claro que me gusta… Parece simpático.
—Pues pones cara rara.
—Es que soy un bicho raro, ya lo sabes —replicó Víctor, sonriendo.
—Sí, lo sé. Y también sé que te encanta serlo… Te hace sentir especial ¿verdad? —Cristina dejó caer la mochila a sus pies y rebuscó en ella hasta dar con un bolígrafo azul y una calculadora científica.
—Eso también.
—Ya lo sabía yo. Pero deja que te diga algo: todo el mundo es raro. No se salva nadie… —lo miró fijamente. Sus ojos grises eran tan profundos que Víctor tuvo la impresión de que podía caerse dentro. El dulce olor a coco lo volvió a rodear como una neblina invisible—. Y ahora, si me disculpas, voy a abandonar este plano de la realidad. Me reclaman en el mundo de las Matemáticas…
—Eso es que no has acabado los deberes, ¿verdad?
—No responderé a esa pregunta… —objetó. Abrió el cuaderno y, entrecerrando los ojos, se dedicó a las ecuaciones que le quedaban por resolver.
Víctor miró por la ventanilla. Los campos de cultivo se sucedían unos a otros con rapidez; en pocos minutos la primera fábrica (una empresa que proclamaba en grandes carteles que fabricaba los mejores neumáticos del mundo) aparecería, y tras ella iría desfilando el resto de fábricas que formaba el perímetro industrial de la ciudad. Siempre que pasaba junto a la fábrica de neumáticos, Víctor tenía la sensación de estar traspasando una frontera. Sentía que entraba en otro mundo, un mundo que nada tenía que ver con la Colina Negra y la casa que allí se encontraba.
Hacía algunos años que sus padres habían mantenido una seria charla con él en la que le hicieron prometer que nunca, bajo ningún concepto, hablaría con nadie sobre la curiosa naturaleza de la casa donde vivía y que, por supuesto, tampoco mencionaría el hecho de que su madre era un hada y su padre un mago retirado. Víctor no tuvo ningún problema en prometerlo; hacía mucho tiempo que había comprendido por sí mismo que, si quería evitarse problemas, lo mejor que podía hacer era eludir esos temas. Por norma general, la gente no habitaba en casas mágicas, ni tenía encuentros con seres extraños en su escalera, ni contaba con padres que consideraban que el hecho de que aparecieran tiburones en la piscina entraba dentro de lo aceptable. En ese mundo no entendían de fantasmas, no comprendían que las sombras pudieran volar o que los espejos fuesen capaces de reflejar cosas que no estaban ante ellos.
En ese mundo, a veces, se sentía muy solo.
Víctor suspiró y miró por la ventanilla. Ya se veía la mole de cemento gris que era el muro de la fábrica de neumáticos. Por un momento tuvo la sensación de que el tren estaba parado, inmóvil en la vía, y que era la fábrica la que se abalanzaba hacia ellos.
Había llegado a la frontera.