16: Llorar en sueños

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Llorar en sueños

Estaba a punto de amanecer. Pronto el cielo se aclararía y la noche llegaría a su fin. Diana estaba sentada sobre la cerca contemplando las estrellas que brillaban claras en lo alto. En la colina todo era calma y tranquilidad. Habría dado lo que fuera porque eso se hubiera mantenido así para siempre, pero la sensación de peligro seguía ahí, ardiente en su pecho. «Esto sólo es un momento de respiro», se dijo el hada con la vista puesta en el cielo. «La calma que precede a la tempestad».

El ruido de la puerta de la casa al abrirse le hizo mirar hacia allí. Sonrió al ver a su hijo con la mochila al hombro y soltando un gran bostezo. Bajó de la cerca y se dirigió hacia él. El frío era intenso, pero ella apenas lo notaba.

Nosh diash —murmuró Víctor bostezando otra vez.

—Y somnolientos por lo que parece —contestó su madre mirándolo de arriba abajo—. ¿Has dormido mal o qué?

El muchacho se encogió de hombros y se frotó un ojo con un puño.

—He tenido una noche rara… Me he pasado todo el tiempo soñando que buscaba a alguien por la casa que no paraba de llorar.

—Vaya —Diana había tenido el mismo sueño, probablemente inducido por la casa. Lo curioso era que Víctor también. A medida que pasaba el tiempo, el muchacho sintonizaba cada vez más con la esencia mágica de la colina—. ¿Y pudiste encontrarlo?

Víctor negó con la cabeza.

—No, no he podido. Y esta mañana tampoco he encontrado al ratón que vive en mis zapatillas. Es la primera vez en meses que no duerme dentro de una.

—Estará harto de que lo despiertes siempre de una forma tan indigna.

—Que se busque otro sitio. Mi zapatilla no es un hotel —echó un vistazo a su reloj de pulsera y torció el gesto—. ¡Tarde! Es tarde. Muy tarde. Tardísimo. Voy a perder el tren, seguro. Mejor me vuelvo a la cama.

—Mejor te montas en la bici y te pones en marcha de una vez.

—¡Madre cruel y desnaturalizada! Harías cualquier cosa para librarte de mí. Hasta mandarme al colegio.

El hada vio cómo su hijo agarraba la bicicleta de montaña, se montaba de un brinco y desaparecía por el sendero que iba a dar a la curva de los sauces.

Entró en la casa tarareando una canción. Eduardo tardaría un par de horas en levantarse de la cama, tenía vía libre hasta entonces. En el salón, la sombra del piano trataba de apartar a empellones a la sombra de una silla que se aferraba desesperada al suelo, intentando mantener su posición.

Diana subió a la planta de arriba. Un fantasma errante la contempló en la escalera, pálido y triste.

—Él vendrá —le dijo ella con una sonrisa, después de que el espectro le preguntara su nombre—. Tenga paciencia…

—Es mucho tiempo… —se lamentó él, sacudiendo la cabeza—. No sé. No sé. ¿Y si se ha olvidado de mí?

—No lo creo. Cuando menos se lo espere estará aquí, ya lo verá.

Dejó al errante en su escalera y avanzó por el pasillo. Acarició con sus dedos la pequeña mesita de mármol blanco junto a la sala de juegos. La mesita se estremeció, todavía estaba un poco febril, pero la mejoría era evidente. La pata izquierda ya estaba casi soldada. Se la había roto la semana anterior en una estampida de muebles que tuvo lugar en toda la casa. Se cayó por las escaleras, empujada por la cómoda de la habitación de Víctor.

La casa, de cuando en cuando, tenía pesadillas. Habían ocurrido cosas terribles entre sus paredes y a veces el recuerdo volvía en sueños. Era más que probable que una de esas pesadillas hubiera causado el tumulto en el que resultó herida la mesita.

Diana encontró la trampilla del desván en mitad del pasillo. Tiró de ella con suavidad y una escala de plata se desenredó desde sus enganches hasta posarse a sus pies. Subió despacio, sin hacer el menor ruido. Asomó la cabeza por la abertura de la trampilla, entrecerrando los ojos para escudriñar mejor en las tinieblas. Luego, tras apartar una telaraña que había caído sobre su pelo, se incorporó.

—¿Hola?

Squeck, squeck… —le respondió un ratón desde el lomo de una vetusta máquina de coser. Un segundo después decenas de ratones blancos y grises salieron de sus escondites y rodearon a Diana; uno de ellos se subió a una zapatilla y la golpeó con su hocico en el tobillo.

—Lo sé, lo sé —le dijo a los inquietos ratones que brincaban y corrían, tratando de llamar su atención—. Hay un intruso en el desván… Dejadme a mí.

Contempló el caos de cajas que se apilaba contra una de las paredes. Las sombras se hacían más profundas allí. Captó un destello y se acercó, muy despacio. El suelo crujió bajo sus pies.

—No tengas miedo. No voy a hacerte daño… —susurró—. Quiero ayudarte.

No hubo el menor movimiento entre las cajas. Diana sonrió de nuevo. Fuera lo que fuera lo que se ocultaba allí, estaba terriblemente asustado.

—Tengo mucho tiempo y mucha paciencia, cariño. Puedo quedarme aquí hasta que te decidas a salir —apartó un enorme reloj de arena y una pecera llena de rosas secas de una mecedora y se sentó en ella—. Así que ya ves… Depende de ti. Pero no pienso marcharme sin conocerte…

Comenzó a mecerse despacio, sin apartar la vista de las cajas. Durante unos minutos reinó en el desván el silencio más absoluto. Los ratones se habían diseminado por todo el lugar y aguardaban también, con sus ojillos fijos en la mujer de la mecedora y en la presencia que intuían entre las cajas.

—Yo me llamo Diana… —dijo el hada—. Bueno, ese no es mi verdadero nombre, pero es el que uso ahora. Llama mucho menos la atención que el antiguo… Mi verdadero nombre es una canción. ¿Quieres escucharla? —aguardó un momento, pero desde las sombras siguió sin llegar respuesta alguna.

Diana asintió, se echó hacia atrás en la mecedora y comenzó a cantar su nombre. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había hecho, demasiado, comprendió a medida que la nostalgia la embargaba. Era una melodía que hablaba de la lluvia y la escarcha, de tormentas y arco iris. La tonada revoloteó por todo el desván, juguetona y danzarina, hasta que, justo cuando parecía que no iba a terminar nunca, terminó.

Después de unos instantes de silencio, una voz habló en las sombras:

—Es precioso…

—Muchas gracias… —respondió ella sin parar de mecerse. Había dolor y pena en aquella voz—. Y ahora que sabes mi nombre… ¿me dirás el tuyo?

—Paula.

—Paula… Es un nombre muy bonito. Me gusta.

—¿Cómo me has encontrado?

—Anoche soñé contigo. Te oí llorar en sueños —Diana trataba de localizar a la propietaria de aquella voz, pero esta permanecía bien oculta entre las cajas—. ¿Sabes una cosa, Paula? Cuando hablo con alguien me gusta verle la cara, pero si prefieres quedarte ahí escondida, lo entenderé…

En las sombras hubo un destello blanco. Un rostro pálido se asomó a la luz.

El fantasma no aparentaba más de dieciocho años. Era hermosa aunque ahora el dolor retorcía esa belleza de manera cruel. Un halo de cabello oscuro le rodeaba la cara. Sus ojos, que en vida debían de haber sido de un brillante color azul, estaban tan apagados y tristes que a Diana le dio un vuelco el corazón. Aquellos ojos habían visto más de lo que se merecían.

Diana se levantó de la mecedora y se acercó a ella. Paula dio un respingo, pero no se apartó cuando el hada se sentó a su lado. Examinó el cuerpo casi translúcido del espíritu. Enarcó una ceja, sorprendida de lo que tenía ante sí. Había roturas en aquel cuerpo, grandes desgarrones en su vientre y en un costado. Diana había visto muchos fantasmas en su vida, y si algo creía saber sobre ellos era que no podían sentir dolor; esa sensación estaba ligada a la mortalidad y ellos ya no eran mortales. Pero aun así era evidente que Paula estaba sufriendo.

Trató de acariciar el rostro del fantasma, pero su mano pasó a través de ella. Sintió un suave cosquilleo en la piel. Era como tratar de atrapar la niebla.

—¿Qué es lo que te ha pasado, chiquilla? —preguntó, apenada—. ¿Qué es lo que te han hecho?

—Me mataron… Y os matarán a vosotros si me quedo aquí…