15: Cae la noche

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Cae la noche

El día transcurrió en paz y la noche, plagada de estrellas, se estiró como un gato sobre el mundo. En el valle se fueron encendiendo las farolas y las luces de las casas del pueblo, resaltando en la noche como charcos de luz en un mar de sombras.

En la cima de la colina, la casa meditaba sobre lo ocurrido. Sus pensamientos no se producían en un lugar concreto. No había un cerebro que les diera forma, así como no había un corazón que le otorgara vida. Pero, aun así, pensaba. Aun así, vivía.

Había tenido muchos dueños a lo largo de los siglos. Magos y brujas; fantasmas y monstruos… Las criaturas más inverosímiles habían habitado en su interior, y también personas normales y corrientes que, en su mayoría, duraron más bien poco en la casa. Sí, eran muchos los que habían vivido entre sus paredes, pero nadie había significado tanto para ella como sus actuales dueños. La casa, a su modo, los amaba.

Y los había puesto en peligro.

Había admitido a la intrusa, había ignorado por completo las instrucciones que estaban profundamente grabadas en su ser. No se había detenido a considerar las consecuencias que eso podía traer. Echaba tanto de menos la Telaraña que se había dejado llevar…

Llevaba más de quince años apartada del mundo oculto. La habían arrancado de allí la misma noche en que Eduardo, Diana y su hijo llegaron a la Colina Negra. Comprendía los motivos que les habían llevado a hacer tal cosa, pero aun así… Quince años sin escuchar la melodía del mundo mágico era demasiado tiempo.

Nada sabía del gigantesco árbol que crecía al otro lado del mundo. Ni del barco fantasma que le relataba sus andanzas por los mares de la bruma. Ni de aquella chabola de adobe con la que compartía secretos y confidencias. Por eso cuando, de forma inexplicable, escuchó la vocecilla moribunda de aquella casa a la que durante tanto tiempo había llamado amiga, no pudo negarse a ayudarla. ¿Cómo hacerlo? Aceptó al fantasma. Cumpliría la última voluntad de la casa destruida, decidió. Cuidaría del espectro herido y lo protegería de todo peligro. Sí, esa había sido su intención. Pero estaba fracasando.

El espíritu se desvanecía sin que ella pudiera evitarlo.

Paula, en el desván, seguía sumida en aquel dolor frío y constante. Cuando creía que ni siquiera le quedaban fuerzas para llorar, el llanto regresaba. Estaba rota, rota por fuera y por dentro. Los ratones cercaban su refugio entre las cajas, arañando la madera, tratando en vano de llegar hasta ella.

El fantasma sintió una presencia rodeándola, un suave viento que la acariciaba, que la mecía. Una corriente de aire le quitó las lágrimas del rostro. Miró hacia arriba. Sentía una poderosa vibración centrada en la zona del desván donde se encontraba. Era la casa, comprendió. Estaba allí, con ella. Arropándola. Consolándola. Paula dejó de llorar y, agotada, se fue deslizando hacia los extraños sueños que sueñan los espíritus, siempre llenos de recuerdos de cuando estaban vivos.