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Algo llega
Diana subía el primer tramo de la cuesta que bordeaba la colina, sin forzarse demasiado. A su derecha los sauces se aferraban a la ladera, entre la hierba y los matorrales; a su izquierda la senda quedaba cortada por una caída que se iba haciendo más abrupta a medida que ascendía.
Pedaleaba perdida en sus pensamientos. La sensación de que algo estaba a punto de suceder se había acrecentado a lo largo de la mañana. No era una premonición, era una certeza total y absoluta. Nunca antes había sentido nada igual. Algo estaba llegando…
Tanto Eduardo como Víctor conocían bien sus corazonadas. Casi siempre se referían a bruscos cambios de tiempo, a alguna enfermedad que uno de ellos estaba a punto de contraer o a accidentes más o menos graves en los que estaría implicado alguien conocido. Cuando Víctor se rompió uno de sus dientes de leche en la guardería, Diana había sentido, justo el día antes, que algo iba a sucederle. También supo que algo iba a marchar mal dos días antes de que Adela, la dueña de la herboristería, resbalara en su bañera y se rompiera la clavícula.
Pero ahora era distinto. La urgencia y la gravedad de aquellos sentimientos nada tenían que ver con sus anteriores corazonadas. Algo llegaba. Y era tremendo y oscuro.
Tal vez fue su carácter optimista lo que le impidió pensar, como dos horas antes había hecho su marido, que los que llevaban tanto tiempo buscándolos hubieran podido dar con ellos. Tampoco se le pasó por la cabeza que el prisionero del sótano hubiera logrado escapar. Aquellas dos posibilidades estaban muy lejos de sus suposiciones.
Cuando llegó al gran roble que marcaba la mitad del ascenso hacia la casa, Diana tenía la piel de gallina y la garganta seca. Aceleró la marcha. La senda abandonó el precipicio y después de unos minutos de suave ascenso se adentró en la curva entre los sauces. Nada más ver la silueta de la casa se sintió más tranquila. Hasta la aleta del nuevo inquilino de la piscina la sosegó. Por un instante había pensado que al salir de la curva se iba a topar con un montón de ruinas humeantes.
Su marido y su hijo salieron de la casa en cuanto la oyeron. Diana frunció el ceño al ver la expresión de sus rostros y bajó de la bicicleta.
Fuera lo que fuera lo que estuviera por llegar, ya estaba aquí.