10: La Sombra

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La Sombra

La cosa informe avanzó temerosa por el lóbrego pasadizo, siguiendo los pasos rápidos de su compañero.

El suelo por el que caminaban estaba encharcado y sus zarpas chapoteaban constantemente en el agua sucia. Se podían ver muchos muebles rotos y amontonados contra las paredes. Antes aquel lugar había sido un hermoso palacio. Hasta que la Sombra se hizo con él.

El pequeño espanto saltó una silla rota y siguió su marcha. Estaba oscuro, pero no lo suficiente como para no ver la espalda del demonio que caminaba delante de él. Las alas de hueso negro de la criatura se bamboleaban a cada paso, como manojos de cuchillos. Las vértebras afiladas que atravesaban la carne llagada se movían de arriba abajo, al compás del movimiento del ser.

Llegaron a una curva del pasadizo iluminada por antorchas fijadas a la pared. El pasillo se fue ensanchando, cada vez más y mejor iluminado, hasta desembocar en un gigantesco arco excavado en la roca. Las dos criaturas atravesaron la arcada y entraron en la Sala del Trono.

El suelo ajedrezado de la gran estancia estaba inundado de un barro pardusco que se escurría entre los muebles destrozados. Había ocho grandes columnas rojas sujetando el alto techo, dispuestas en rectángulo en el centro de la sala. Del techo, de un suave azul, pendía una enorme lámpara de metal de dieciséis brazos con una resplandeciente calavera de plata al final de cada uno de ellos. Justo bajo la lámpara estaba colocado un trono de basalto y, sentada en el trono, con una mano bajo la barbilla, como si estuviera meditando, se encontraba la criatura que era conocida como la Sombra.

Medía casi tres metros de alto y era oscura como una noche cerrada. La única nota de color en su cuerpo eran sus dos grandes ojos blancos que, en aquel momento, estaban entrecerrados, contemplando con expresión sombría a los recién llegados. El ser era sumamente delgado, sus piernas y sus brazos eran como varillas que surgían de su cuerpo esquelético. Sus manos, largas y finas, acababan en unas garras de veinte centímetros de largo, afiladas como cuchillas.

La cosa informe se quedó agazapada junto a una de las columnas, temerosa de acercarse más a la criatura en el trono.

—Me habéis fallado… —susurró la Sombra. Las palabras salían de su boca acompañadas de vaharadas de humo negro. Su voz era puro hielo—. ¡Burlados por un fantasma! ¡Ella era la única que conocía el paradero del cráneo y ahora ha desaparecido para siempre! —Se levantó del trono. Sus ojos blancos fulguraban, rabiosos—. ¿Qué me impide acabar con vosotros ahora mismo?

La cosa retrocedió asustada. En cambio, su compañero, dio un paso al frente.

—¿Desaparecida para siempre? —graznó, dubitativo—. Se nos ha escapado, sí… La casa nos burló, de acuerdo. Pero eso sólo nos retrasará en nuestra búsqueda. En cuanto averigüemos dónde está, la atraparemos.

Aunque la distancia que los separaba era de varios metros, de repente la gigantesca garra de la Sombra apretó con fuerza el cuello de la criatura que hablaba. La mano se había desprendido del brazo del monstruo del trono y había surcado esa distancia en un instante. La alzó del suelo, estrujándola con fuerza. El rostro de la Sombra dejó de estar sobre su cuello y apareció frente a la cara de la criatura aprisionada, que graznaba muerta de miedo. La cosa retrocedió aún más, temblando.

—¿Qué dices? ¿Qué estás diciendo?

Pero la criatura era incapaz de articular palabra. Se retorcía de dolor en el abrazo de hierro de aquella mano tremenda. Hasta que, tras un chasquido brutal, se convulsionó y quedó inmóvil, con la lengua amoratada asomando por su pico entreabierto. La mano de la Sombra arrojó el cadáver de su sirviente al otro lado de la sala y su atención se fijó entonces en la cosa informe. El pequeño monstruo dio un chillido y trató de escapar, pero la garra que acababa de matar a su compañero lo atrapó por una pata y lo sacudió en el aire, cabezas abajo. La cosa gritaba y gritaba.

—¡Basta! ¡Un solo grito más y te arrancaré todos los huesos uno a uno!

La criatura se calló al instante. Cerró sus bocas con tal ímpetu que un pedacito de labio cayó al suelo enfangado.

—Y ahora contéstame: ¿Qué ha ocurrido con Paula?

Una de las cabezas carraspeó mientras el resto lloriqueaba.

—La casa… La casa la mandó a otro lugar… —dijo—. Nos engañó… ¡La ayudó a escapar!

La cabeza y la garra que había sujetado a la cosa informe volvieron al trono. La criatura cayó al suelo, gimió y se ocultó veloz tras una columna.

La Sombra se recostó, meditabunda. Había tardado años en dar con Paula. Aquella fantasma escurridiza se había guarecido muy bien: docenas de hechizos de protección, cientos de talismanes y todos los encantamientos de ocultación que fue capaz de encontrar… Habían hecho falta años de paciente rastreo para encontrarla, y sólo había dado con ella cuando los hechizos de protección más potentes se desvanecieron. Pero, aun así, durante todo ese tiempo siempre fue consciente de su existencia, aunque desconociera su paradero.

Ahora había desaparecido por completo. Por eso había creído que Paula había muerto la muerte de los fantasmas. Por eso había pensado que el espíritu se había desvanecido, escapando al fin y para siempre de su alcance… Pero si lo que aseguraba su sirviente era cierto, Paula seguía en el plano mortal. Y eso no tenía sentido. Aunque no lograra encontrarla, debería poder sentir su presencia en la trama de la Telaraña. Debería sentirla como lo había hecho antes, durante los años de incesante búsqueda. Los ojos blancos de la Sombra se entrecerraron aún más.

¿Dónde estaba Paula?