9
La casa y la esfera
Eduardo miró a su alrededor y estornudó. El polvo siempre le hacía estornudar. El desván parecía estar en orden. Víctor trepó por la escalerilla y llegó juntó a su padre justo cuando estornudaba por segunda vez. El muchacho le tendió un pañuelo de papel que aceptó de buen grado.
—Este sitio necesita una buena limpieza —dijo después de sonarse, contemplando el barullo de cajas cerradas y abiertas que se apilaban por doquier, los juguetes desordenados, las estanterías repletas de cachivaches y polvo. Por lo que parecía, la casa no se esmeraba demasiado en el cuidado del desván.
—No creo que a ellos les gustara… —comentó Víctor señalando al grupito de ratones que se había subido a la tapa de un barril y los espiaba desde allí. Su madre tenía la teoría de que los ratones eran los verdaderos dueños y señores de la casa. Viéndolos allí, algunos de pie sobre sus cuartos traseros y olisqueando el aire, no tuvo más remedio que darle la razón. Decidió que a partir del día siguiente sería más educado con el huésped de su zapatilla.
—Están muy nerviosos… —observó Eduardo—. Algo va mal.
Se acuclilló junto a una estantería. Dos ratones saltaron del barril a una silla y de allí al estante en el que hurgaba el hombre, chillando como posesos. Eduardo, sin prestarles atención, abrió la puerta del armarito situado en la parte baja de la estantería.
No tardó en encontrar lo que buscaba. Y nada más hacerlo sintió tal alivio que soltó un suspiro. Se incorporó despacio. En sus manos llevaba una esfera de cristal, del tamaño de un balón de fútbol, con una casa tallada en madera en su interior: una réplica exacta de la casa en la que vivían. La misma planta en forma de L, los dos pisos de ladrillo oscuro, el tejado gris a dos aguas con la pequeña torreta rojiza en el brazo más corto de la L. Era idéntica hasta en el menor de los detalles. Hasta se veía la zona ajardinada que rodeaba la casa y el inicio del bosque que cubría la cima de la Colina Negra. A Víctor le recordó a las típicas bolas de cristal en las que parece nevar cuando las agitas, esas con casitas y paisajes encerrados en ellas.
El muchacho se aproximó a su padre. No sabía qué era aquello, pero sin duda no se trataba de un simple adorno. Irradiaba un suave brillo plateado.
—Es nuestra casa… —dijo, sintiéndose algo estúpido por recalcar lo obvio. Contempló la esfera y su propio rostro reflejado en ella. Al verla de cerca se dio cuenta de que no estaba hecha de cristal, como había creído en un principio. La casa estaba rodeada de una especie de campo de energía que vibraba y zumbaba suavemente.
Su padre asintió.
—Es nuestra casa, sí… Y todo está bien en ella —afirmó, pero algo en el tono de su voz le indicó a Víctor que no estaba del todo convencido—. Este viejo cachivache es una especie de alarma, por decirlo de algún modo… Si algo grave estuviera ocurriendo nos avisaría.
—¿Y ese grito que escuchamos?
—No lo sé. Esperaremos a tu madre y veremos qué le dice su sexto sentido.