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El fantasma perdido
Paula no sabía dónde estaba. De lo único que era consciente era del tremendo dolor que sentía. Era una agonía fría, un relámpago continuo que la recorría de parte a parte. Se hizo un ovillo en la oscuridad, rezando para que el dolor desapareciera.
Miró a su alrededor, pero no vio más que sombras. No tenía fuerzas ni para invocar una minúscula luz con que alumbrar el lugar. Y aunque las hubiera tenido, el dolor, el terrible dolor, le habría impedido concentrarse.
¿Pero acaso ganaría algo sabiendo dónde estaba? Aunque estuviera en el último de los infiernos, los sicarios de la Sombra la encontrarían. Darían con ella tarde o temprano. Ya se lo habían demostrado. Después de ocho años de paz en aquella mansión, había cometido el error de creerse a salvo. Creyó que le habían perdido la pista o que se habían hartado de buscarla. Se confió. Olvidó revisar los talismanes que la ocultaban y la energía de estos se fue agotando. Dejó pasar los días señalados para realizar los ritos de ocultación. Se confió, sí. Y la encontraron.
Paula lloraba. Pero no por el dolor. Lloraba por la destrucción de aquella valiente casa y por el vil asesinato de los que la habían habitado. Lloraba por su propia familia, asesinada años atrás por esos mismos diablos. Las lágrimas del fantasma resbalaban como perlas por sus pálidas mejillas.
De pronto oyó el sonido de voces cercanas. Una trampilla se abrió a unos metros de distancia y un rectángulo de luz se dibujó en el suelo. Paula vio entonces que se encontraba en un desván polvoriento y sombrío. Las voces se oían ahora con más claridad. Alguien comenzó a subir y Paula, al borde de un ataque de pánico, se ocultó entre las cajas que se apilaban contra la pared, fundiéndose prácticamente con ellas.
El fantasma se hizo invisible en las tinieblas del desván. Por un segundo, dos lágrimas de plata flotaron en la nada.