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«Nos han encontrado»
Eduardo entró en la casa con el corazón acelerado en el pecho. Todavía escuchaba en su cabeza el alarido de aquella mujer. Tragó saliva y miró a su alrededor. La casa estaba tranquila. Demasiado tranquila. La sombra de un piano se acurrucaba al otro lado del salón. Una araña se descolgó de su tela en una esquina.
Recordó lo que le había dicho a Víctor hacía apenas dos minutos, en la piscina: «La casa nunca nos haría daño». Eduardo sabía que eso era cierto. La casa de la Colina Negra se destruiría a sí misma antes de hacerles algo malo. Pero ese grito no había tenido nada que ver con la casa.
«Nos han encontrado… Han tardado quince años, pero al final nos han encontrado», se decía mientras avanzaba por el pasillo de entrada, con el estómago encogido. De pronto la inquietud que sentía se convirtió en terror al pensar en otra posible explicación a ese grito: «El prisionero ha escapado… Y si él está libre nada nos podrá salvar…».
Víctor entró en la casa a medio trote. Su padre lo miró furioso y, por primera vez en mucho tiempo, estuvo a punto de gritarle. Bajó la voz conteniendo su enfado, frenando su miedo.
—Te he dicho que no entraras, Víctor. Te he dicho que me esperaras fuera.
—Sólo quiero ayudar… —susurró, indeciso. Nunca había visto a su padre tan alterado, no sabía qué estaba pasando, pero quería estar junto a él.
Su padre lo miró fijamente.
—No te muevas de mi lado… —le ordenó, y en el tono de su voz dejaba claro que no admitiría discusión.
—¿Pero qué ocurre?
—No lo sé, Víctor… Puede que nada.
Recorrieron la planta baja. Abrieron hasta la última puerta de la última habitación. El salón, la cocina, el baño, la habitación de invitados, el despacho, los armarios… Nada quedó sin rastrear. Entraron en una sala que el día anterior no había estado allí, era rectangular y estaba esculpida en hielo. En su centro había una fuente con forma de caballo encabritado. De la boca del animal brotaba una llamita de color azul que iluminaba la estancia con una luz crepuscular.
Luego subieron a la planta de arriba. Su padre iba delante. Había algo extraño en su postura, llevaba el puño derecho a medio cerrar, tenso, como si empuñara algo que Víctor no podía ver. Registraron a conciencia las habitaciones de arriba con el mismo resultado que habían obtenido abajo. En toda la casa no había nada fuera de lo normal y eso, en cierto modo, no dejaba de ser extraño. Exceptuando la sombra del piano y la habitación helada, parecía un lugar absolutamente corriente. Víctor tuvo la curiosa sensación de que la casa estaba conteniendo la respiración.
—Aquí no hay nada… —anunció al salir de su cuarto, lo último que quedaba por registrar.
Su padre guardó silencio unos instantes. Luego miró hacia arriba, hacia el cielo raso de escayola que formaba el techo.
—Vamos a mirar en el desván…
Buscaron la trampilla a lo largo del pasillo, hasta que dieron con ella justo sobre el nacimiento de la escalera de caracol. Eduardo la abrió de un salto y una escalerilla de cuerda trenzada se desplegó hasta el suelo. Víctor contempló la abertura de la trampilla con cierta aprensión. La claridad de la casa parecía negarse a traspasar aquellas sombras oscuras.
Eduardo miró a su hijo. Se descubrió pensando en lo mucho que había crecido. Quince años y ya era casi tan alto como él. El tiempo, a veces, pasa demasiado rápido. Sintió un ramalazo de pena y angustia en el pecho. Quince años. Durante quince años lo habían mantenido a salvo en la casa de la Colina Negra. Tiempo más que suficiente para engañarse y pensar que todo había terminado, que el peligro se había desvanecido. Apartó la mirada de su hijo, que lo observaba extrañado, y fijó la vista en la oscuridad del desván.
Una voz en su mente, que reconoció como suya, dijo: «No os han encontrado, Eduardo. Es imposible. La casa está protegida, lo sabes… Sea lo que sea lo que ha ocurrido, no tiene nada que ver con ellos».
«Por eso voy a subir al desván», se contestó a sí mismo. «Para estar seguro».
«¿Y luego qué harás?», le replicó aquella vocecilla insidiosa que era tan parte de él como la suya verdadera. Era la voz de la lógica. «¿Bajarás al sótano? ¿Abrirás la puerta de la celda para ver si él sigue dentro?»
Eduardo la ignoró. Puso un pie sobre la escalera y comenzó a subir.