5: El tiburón

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El tiburón

La madre de Víctor colocó las doce botellitas, repletas de un licor azul celeste, en la cesta de la bicicleta. Luego se subió al sillín y salió por la valla abierta del cercado que rodeaba la casa. Tomó la curva que descendía al valle y desapareció entre los sauces. Los árboles parecían abalanzarse sobre ella, deseosos de acogerla bajo su sombra.

Víctor y su padre echaron a andar hacia la piscina. El tiburón debió de presentir que alguien se aproximaba porque comenzó a alborotar en el agua en cuanto doblaron la esquina. El muchacho vio su aleta caudal en forma de media luna, sacudiendo el agua de izquierda a derecha. La aleta dorsal rasgaba la superficie de la piscina como la vela de un barquito nervioso.

—Es un tiburón blanco, sí… —confirmó su padre mientras se acuclillaba en el borde de la piscina—. Y de los grandes. Casi mide cinco metros. Mira qué dientes tiene…

Víctor se agachó junto a él y observó la mandíbula del tiburón. Los dientes eran como hojas de cuchillo o puntas de lanza. Los de la parte superior eran todos idénticos y estaban perfectamente alineados siguiendo la curva de la boca. En cambio, los de abajo eran más irregulares y parecían colocados casi al azar sobre la masa rojiza de encías.

—Es increíble… —susurró Víctor. Luego frunció el ceño cuando el tiburón se agitó bruscamente y le salpicó de agua fría—. ¿No estamos muy cerca?

Su padre se encogió de hombros, se remangó la camisa y metió medio brazo en el agua. El tiburón contempló la mano que se agitaba ante él, apenas a unos centímetros de su boca entreabierta. Durante un momento ninguno de los tres se movió. Luego Eduardo acercó la mano a la cabeza del tiburón y la acarició despacio. El animal permaneció impasible bajo su caricia, bamboleando suavemente su enorme corpachón.

—Es real —dijo, sacando la mano del agua y subiéndose las gafas que habían resbalado hasta la punta de su nariz—. No es un espejismo, ni un fantasma… Es un genuino tiburón blanco —luego se lamió uno de los dedos con los que había acariciado al escualo—. Y nuestra piscina está llena de agua marina.

—¿Qué vamos a hacer con él?

—¿Nosotros? Nada. La casa se encargará… Eso espero al menos…

—¿Y no será peligroso? —preguntó Víctor, mirando de nuevo los imponentes dientes del tiburón.

—No lo creo… Ha sido la casa quien lo ha traído hasta aquí. Y nunca nos haría daño. Además, por lo que sé, a los tiburones no les gusta demasiado la carne humana…

—¿Pero él lo sabe? —dijo el chico señalando con un movimiento de cabeza al tiburón que había vuelto a su rutinario ir y venir por la piscina—. Puede que todavía no la haya probado…

—Démosle el beneficio de la…

En ese instante un terrible alarido llegó desde la casa. Eduardo y Víctor levantaron la cabeza al unísono, mirando perplejos hacia allí. Era un grito de mujer y, por su intensidad, parecía que la estaban matando. Cesó de pronto, cortado en seco. El silencio que lo siguió fue, de algún modo, tan perturbador como el mismo grito; fue el silencio atroz que sigue a las malas noticias o a las explosiones. Víctor miró a su padre y lo que vio en su rostro le asustó más que el grito. Su padre estaba aterrado.

—¡Quédate aquí! —le ordenó, y echó a correr hacia la casa.