2: «No eres quien busco»

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«No eres quien busco»

Víctor salió de su cuarto. Ni el pasillo ni la disposición de la casa eran ahora iguales a como los recordaba de la noche anterior. Hasta el papel de las paredes había cambiado. El día antes, el pasillo zigzagueaba y giraba en múltiples curvas mientras que hoy era un camino recto. Terminaba a su espalda en un muro blanco en el que se podía ver una puerta diminuta y torcida, demasiado pequeña como para poder pasar. Se dirigió hasta las escalinatas de mármol negro que bajaban en espiral a la planta baja: tampoco esas escaleras estaban allí el día anterior.

La casa cambiaba cada noche. A veces eran modificaciones sutiles, como una puerta que se trasladaba de lugar o una variación en el color de una alfombra; otras, eran mucho más radicales, tanto que a veces su padre y él tenían que orientarse a voces para dar el uno con el otro. Ayer, todos los muebles de la casa habían amanecido tallados en jade. Y hacía poco más de una semana que una exuberante selva tropical había aparecido por toda la casa y la más variopinta fauna salvaje se hizo dueña y señora de pasillos y habitaciones.

—Niño… —una voz lo llamó justo cuando estaba a punto de poner el pie en el primer escalón. Se dio la vuelta. Normalmente le ofendía que alguien se dirigiera a él llamándolo niño, pero había reconocido la voz y pertenecía a alguien con quien no podía enfadarse.

Era un hombre pálido, translúcido. Medía casi dos metros de alto y la expresión en su rostro era la de alguien completamente desorientado. Vestía una raída levita gris y llevaba un monóculo en su ojo izquierdo. Estaba a su espalda, justo en el lugar por el que acababa de pasar.

—¿Puedo preguntarte algo?

Su voz recordaba al sonido de arena cayendo sobre arena.

Víctor asintió. Sabía lo que venía a continuación.

—¿Cómo te llamas? —dijo, mirándolo con intensidad. Su ojo se agigantó tras el monóculo.

—Me llamo Víctor… Víctor Torres.

El fantasma, pues de eso se trataba, suspiró y sacudió la cabeza, entristecido.

—No eres él… No eres quien busco.

—No, no lo soy.

Aquel hombre era uno de los errantes de la casa, un fantasma que se le aparecía de cuando en cuando, siempre en el mismo lugar, para hacerle siempre la misma pregunta, como si olvidara por completo sus anteriores encuentros.

—Algún día daré con él, ¿sabes? Llevo tiempo buscándolo, pero sé que, al final, lo encontraré.

—Estoy seguro —le animó Víctor con una gran sonrisa. El espectro se desvaneció poco a poco ante sus ojos, como si una mano invisible lo estuviera borrando con delicadeza.

El muchacho descendió las escaleras con rapidez, casi a saltos. La planta baja no había cambiado demasiado desde la noche anterior y, aunque lo hubiera hecho, no habría tenido problemas para orientarse: el aroma a bollería caliente señalaba el camino hacia la cocina como si fuera un faro.

La lámpara de araña se balanceaba suavemente en el techo del salón. El sol entraba a raudales por las amplias ventanas, llenando de charcos de luz la gran estancia. Las sombras de los muebles parecían agitarse, indecisas, como si estuvieran mal pegadas al suelo y las paredes. Mientras pasaba junto al piano, la sombra de este saltó de la alfombra, se encaramó al sillón y echó a volar. Atravesó uno de los ventanales para enfilar directa hacia el cielo como una disparatada cometa de tela negra.

Víctor la siguió con la mirada hasta que el brillo del sol lo deslumbró. Se frotó los ojos y siguió su camino a la cocina.

Fuera, la sombra revoloteó durante un buen rato, haciendo piruetas y jugando entre las copas de los árboles. Cuando regresó al salón para ocupar su puesto a los pies del piano, no lo encontró. El instrumento se había marchado en busca de su sombra y se había perdido en la inmensidad de la casa de la Colina Negra.