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A la media noche siguiente el Mauretania fue remolcado hasta el canal de North River y volvió a encararse al océano. En esta travesía llevaba menos pasajeros, porque la temporada de vacaciones en Europa estaba casi terminada para 1921. Los que viajaban eran en su mayoría hombres de negocios y en la lista de segunda clase aparecía el nombre del señor Walter Brown.

Walter comía en su camarote. Hacía ejercicio cuando sabía que la cubierta estaba vacía. Ya era famoso. La fascinante historia de cómo había desenmascarado el inspector Dew al estrangulador del Mauretania estaba en las primeras planas de los diarios de Nueva York con su fotografía.

Por orden del capitán se tomaron precauciones especiales para que Walter no fuera molestado por los pasajeros curiosos o la posible intrusión de la prensa. Su único visitante aparte del camarero era el médico, que iba todos los días a curar su hombro herido, Walter le expresó su agradecimiento, pero dijo que se sentía culpable de ocupar el tiempo del doctor porque desde su punto de vista la herida estaba curada.

—Es cierto que está yendo bien —confirmó el médico— pero tenemos que evitar el menor riesgo de infección. Para cuando llegue a Southampton tiene que estar en perfecto estado. No querrá tener un hombro sensible cuando lo acose la prensa.

Si Walter tenía alguna duda sobre la recepción que le esperaba en Inglaterra, estas fueron enterradas bajo la montaña de telegramas que le traían a diario. Había felicitaciones, invitaciones y tentadoras ofertas de los diarios de Fleet Street para lograr entrevistas exclusivas.

—¿Se ha enterado? —le comentó el médico el sábado— el Daily Scketch ha encontrado un tipo en Worthing que dice que usted no es el inspector Dew. Dice que él es el hombre que capturó a Crippen. ¡Las cosas que es capaz de hacer la gente para salir en los diarios!

Esa misma tarde Walter recibió la visita tranquilizadora del capitán.

—Espero que esté cómodo. ¿Nadie le ha molestado?

—Estoy muy cómodo y muy tranquilo, gracias, capitán.

—Bien. Supongo que estará enterado de lo que está pasando en tierra.

—Algo.

—Desanimador, diría. Bien, alguien se interesa en su problema. Acabo de recibir este telegrama de la oficina del Fiscal.

Walter lo examinó.

Favor informar Insp. Dew arreglos hechos para desembarque Cherburgo y evitar molestias prensa.

—Muy amable de su parte —sonrió ausente.

—Maldición, es lo menos que pueden hacer considerando los inconvenientes que le han causado. Espero llegar a Cherburgo el martes por la mañana. Supongo que allí tendrían un hombre esperándolo.

El resto de la travesía no tuvo sorpresas y en consecuencia parecía lento. El lunes por la tarde Walter estaba en cubierta cuando se divisó el faro de Bishop Rock. Poco después de medianoche se alcazaba a ver el brillo lejano de la costa de Inglaterra desde babor. Luego se fue a acostar.

A la mañana siguiente llovía. Cherburgo apenas se veía desde el rompeolas al que pasaban los pasajeros para abordar la lancha que los llevaría la muelle. Walter levantó el cuello de su sobretodo y se mantuvo alejado de cualquiera que se asemejara a un reportero. Cualquier idea que albergara en su mente de desaparecer entre los cientos de personas que hormigueaban por el muelle fueron disipadas en seguida. En cuanto bajó a tierra se acercó un hombre uniformado, con acento inglés.

Discúlpeme, señor. Creo que no me equivoco al pensar que usted es Walter Baranov.

Walter endureció los músculos de la cara, pero no lo negó. Hizo un gesto de asentimiento.

—Me alegra haberlo encontrado —continuó el hombre. Su uniforme no era el de un oficial de policía. Tenía la gorra y la chaqueta abotonada hasta arriba de un chófer—. Por aquí, por favor. No es más que una formalidad de la aduana. Recogeré su equipaje.

Walter lo siguió por el muelle hasta la oficina de la Aduana. Los dejaron pasar en seguida.

Una vez afuera cruzaron un patio con grava hasta una limusina negra.

—¿Adónde me lleva? —preguntó Walter.

El chófer abrió la puerta posterior.

—Entre por favor.

Walter inclinó la cabeza, apoyó un pie en el estribo y quedó helado. Adentro estaba sentada una mujer.

—Walter, querido, ¿o debo llamarte inspector?

Era Lydia.