22

Antes de las siete del miércoles, en la mañana en que el Mauretania debía atracar en el muelle de Nueva York, hubo una reunión en la oficina del capitán. Walter había sido anunciado por el camarero. En esa habitación donde por primera vez lo habían llamado para investigar el asesinato, estaban reunidos además del capitán, el señor Saxon, Paul Westerfield II, su novia Barbara y, con el rostro bañado en lágrimas, Marjorie Cordell. El capitán le señaló una silla y Walter se sentó. Estaba frente al señor Saxon, que lo miraba con aire mustio.

—Seré breve, inspector —comenzó el capitán—. Ha desaparecido otro pasajero. Desde ayer por la tarde el marido de esta señora ha desaparecido. Anoche no volvió a su camarote. La señora Cordell lo informó a las tres de esta madrugada y el señor Saxon y su equipo han efectuado una búsqueda. Tienen experiencia en este tipo de cosas. Saben dónde buscar polizones. Después de tres horas no han encontrado señales del señor Cordell. Por razones obvias, decidí que teníamos que avisarle.

Walter asintió con aire solemne.

—Está muerto —hipó Marjorie—, Livy está muerto. Lo sé.

Barbara se volvió hacia ella.

—No tienes ninguna razón para decir eso, mamá —le espetó con voz tranquila—. Es posible que esté jugando a las cartas en el camarote de algún otro. La gente pierde el sentido del tiempo cuando está jugando una buena partida. Va a aparecer a la hora del desayuno preguntado el porqué de todo este pánico.

—No hay pánico —corrigió el señor Saxon con agresividad.

Paul carraspeó.

—Creo que tenemos que informar mejor al inspector Dew. Ayer le pedí a Livy la mano de Barbara. Parecía un poco ausente, pero dio su consentimiento y tuvimos un agradable almuerzo con champagne para celebrarlo.

—¿Bebió mucho? —preguntó el señor Saxon.

—No, que yo recuerde. Tal vez una copa y media. Estaba muy callado, pero eso no es raro. Cuando habla, es casi siempre para hacer algún comentario gracioso. Pero tengo que admitir que no estaba como de costumbre.

—No hacía más que mirar a su alrededor como si algo lo molestara —acotó Barbara.

Marjorie lloriqueó.

—Será mejor que se lo diga, porque sé que el inspector lo sacará a flote si no lo hago. Antes del almuerzo… justo después de que usted nos visitara en el camarote, inspector… Livy y yo tuvimos la primera discusión en nuestro matrimonio. Han sido tres años de felicidad y justo ayer ocurrió esto… en el mismo día en que estos queridos chicos tendrían que habernos hecho tan felices. Fue terrible tener que representar una alegría que no sentíamos cuando acabábamos de destrozarnos uno al otro.

Barbara estiró la mano hacia Marjorie.

—Mamá, no lo sabía. ¿Qué pasó?

—No importa querida. Algunas estupideces que le dije al inspector. Estaba muy nerviosa.

—¿Por qué?

—No me lo preguntes. No tiene importancia… ¿no es así, inspector? —Marjorie miró implorante a Walter, que sacudió la cabeza, apoyándola.

El capitán Rostron había detectado algo significativo en todo esto. Decidió que no podían dejarlo de lado.

—¿Es cierto, inspector? ¿Usted entrevistó ayer a la señora y el señor Cordell?

—Así es, capitán.

—Todos esperaron que Walter ampliara esta declaración, pero no lo hizo.

El capitán insistió.

—¿Así que tenía algo que ver con su investigación de la muerte de Katherine Masters?

—Yo no diría exactamente eso.

Marjorie cerró los ojos como si estuviera rezando.

—Pero tiene que haber tenido alguna razón para haber ido a verlos, inspector —siguió insistiendo el capitán.

—Sí, por supuesto.

—El disparo —soltó el señor Saxon—. Los fue a ver por el asunto del disparo.

—Exacto —replicó Walter enseguida—. El arma. Estaba buscando el arma.

Marjorie abrió los ojos.

—Sí, de eso se trababa. Del arma de Livy.

—¿Su marido tiene un arma? —preguntó el capitán.

—Mamá, ¿qué estás diciendo? —exclamó Barbara con tono escandalizado.

—¡Ay, que Dios me ayude! —murmuró Marjorie.

—¿Y usted sospechaba esto, inspector? —preguntó el capitán.

—Más o menos —contestó Walter sin comprometerse.

—No sé cómo lo hizo —agregó el señor Saxon.

—Simple experiencia —Walter fue aplastante.

—¿Pero no se la quitó?

—No fue necesario. No estaba allí.

—Supongo que la habrá tirado al mar —arriesgó Marjorie—. Era tan cuidadoso. Mi pobre Livy. Siempre tratando de enterrar su pasado y tenía que ser yo la que lo descubriera ante el inspector —se cubrió la cara con las manos, mientras Barbara se levantaba a consolarla.

—No nos dijo que sospechaba de él —recriminó el señor Saxon a Walter.

El capitán Rostron intervino.

—Señor Saxon, a usted no le corresponde cuestionar la manera de conducir la investigación del inspector. No me cabe duda de que tenía sus razones para actuar así —se volvió hacia Walter.

—Varias —contestó Walter.

—¿Por favor, podría decirnos de qué se trata todo esto? —pidió Paul.

Walter sacudió la cabeza.

—Prefiero no mortificar a las señoras.

—Está bien —musitó Marjorie, secándose los ojos con un pañuelo—. Tienes derecho a saberlo, Paul. Te lo diré yo misma. Ayer vino el inspector a vernos. Como sabrán, hace un tiempo que nos vigila, y ya empezábamos a sentir la tensión. Es un gran detective, Paul, y sabía el momento exacto en que tenía que actuar. Con mucha astucia logró asustarme sugiriendo un hecho completamente estrafalario. Por supuesto que no era cierto, y ahora no tiene importancia de qué se trataba, pero nos socavó la moral. Empezamos a decirnos cosas que nunca nos habíamos dicho. Llamé a Livy ladronzuelo, delincuente. Era lo único que no debí haber dicho, pero en ese momento no lo sabía.

Barbara la interrumpió.

—¡Mamá! Esto es absurdo. ¿Acaso estás insinuando que Livy es un delincuente?

—Tesoro, lo era antes de casarnos. Era ladrón. Podía abrir puertas sin ningún problema. Solía viajar en los transatlánticos y hacerse con el dinero que la gente dejaba en sus camarotes. Lo suficiente para vivir bien. Siempre dejaba bastante y la mayoría ni siquiera se daba cuenta de que les faltaba algo.

—Bueno, eso si que es increíble —exclamó Paul, sonriendo ligeramente mientras sacudía la cabeza—. Me dijo que había hecho muchos viajes en barco por negocios. Importación y exportación.

—Su sentido del humor —reconoció Marjorie—. ¿Querría usted contarles lo del Lusitania, inspector?

—Como quiera —aceptó Walter. Repitió la historia que le había contado Jack Gordon, con Livy en el papel de ladrón que había golpeado a Katherine, dejándola encerrada en el camarote mientras el barco se hundía.

—Yo no sabía nada de eso hasta ayer después del almuerzo —continuó Marjorie—. Me lo contó todo. Cómo se sorprendió y horrorizó al ver la camarera en el barco en la primera noche cuando salimos de Inglaterra. Fue al salir del camarote y verla avanzar hacia él. Siempre había pensado que había muerto, pero allí estaba, como un espectro volviendo en busca de venganza. En ese momento se escondió en el camarote y cerró la puerta. Pero eso no fue lo peor.

—¿La vio jugando a cartas con nosotros? —preguntó Barbara.

Marjorie asintió.

—Según él, ya habían acabado la partida y estaba conversando contigo, querida. Le preguntó a Paul qué pasaba.

—Lo recuerdo —continuó Paul—. Debe de haber pensado que ella le estaba contando a Barbara algo sobre él… o a punto de hacerlo. Me mandó de vuelta para «separarlas»… fueron sus palabras.

—Luego se dirigió al camarote de Katherine, entró y la esperó —Marjorie se detuvo para respirar hondo.

El capitán Rostron le habló con suavidad.

—No necesita seguir, señora Cordell.

El capitán hablaba por todos. En el silencio que siguió todos los presentes pudieron imaginarse sin esfuerzo la escena entre Livy y la aterrorizada Katherine. La atmósfera era tan vivida que de pronto Barbara gritó.

—¡No, Livy! ¡No, no!

Paul se acercó a ella y la tomó en sus brazos.

—¿Todavía nos necesita? —le preguntó al capitán—. Me gustaría llevar afuera a las señoras.

—Entiendo. Pero aún tenemos que descubrir lo que ha pasado con el señor Cordell. Si se quedan con nosotros un instante más estoy seguro de que el inspector Dew querrá oír de la propia boca de la señora Cordell lo que dijo su marido antes de desaparecer.

—Me ayudaría mucho —confirmó Walter.

Marjorie dudó:

—Es algo personal…

—Pero puede ayudarnos a encontrarlo —insistió el capitán con gentileza.

—No lo creo —Marjorie estaba apesadumbrada— pero se lo diré. Cuando terminó de contarme todo lo que había pasado, cómo le disparó al inspector y arrojó el arma por la borda, me dijo que lo sentía por mí, por Barbara y por Paul. Que deseaba haberme dicho antes lo que había sucedido en el Lusitania, pero que pensaba que era algo entre él y su conciencia. Después me dio un beso y se dirigió a la puerta. Allí se dio vuelta y me dijo algo que me confirmó que nunca volvería a verlo.

—¿Qué fue, señora Cordell?

—No lo entenderían. Dijo que esperaba que fuera verdad aquello de que la vida pasa por la mente como un relámpago en el último momento, porque quería echarle otra mirada a esos tobillos sublimes en el ascensor del Baltimore. Y luego me dejó.

Los ojos del capitán bajaron y subieron con rapidez.

—Entiendo. Suena bastante definitivo. Gracias, señora. Ha demostrado ser muy valiente —hizo una seña a Paul, que se levantó y escoltó a Marjorie y Barbara fuera de la habitación.

Cuando se fueron, el señor Saxon se dirigió al capitán.

—Da la impresión de que hubiera saltado, señora. ¿Suspenderemos la búsqueda?

El capitán se volvió hacia Walter con las cejas levantadas.

—¿Han registrado los camarotes? —preguntó Walter.

El señor Saxon lo miró con rabia.

—Por supuesto que no. Los pasajeros estaban dormidos. No se puede hacer una cosa así en medio de la noche.

—Pero sí de día —intercedió el capitán Rostron—. El inspector tiene razón. Tenemos que continuar con la búsqueda. Ocúpese de eso, por favor, señor Saxon —en cuanto se cerró la puerta le comentó a Walter—: Un hombre bastante eficiente, pero ya ve por qué nunca sería un buen detective, inspector. Ahora debo ir al puente. Supongo que ya estaremos muy cerca del faro Ambrose y el práctico va a subir a bordo. Si es posible, me gustaría volver a verlo después de que atraquemos.

—Por supuesto.

Cuando subió a cubierta la encontró ya llena de baúles. Se abrió paso entre la gente y alcanzó a ver una franja azul sobre el mar. Sonrió. Los Estados Unidos, por fin.

El barco se detuvo para dejar subir al práctico. La gente se agolpó contra las barandas para ver trepar la diminuta figura por la escala de Jacob. Sonó la sirena y el barco se puso otra vez en marcha, pasando Sandy Hook a través de Lower Bay hacia Narrows. Hubo otra parada en el lugar cerca de Staten Island llamado Quarantine y allí subieron los oficiales de inmigración. Y con ellos la prensa.

El ayudante del comisario de a bordo se acercó a Walter a preguntarle si iba a atender a los periodistas. Walter dijo que no. Que era muy difícil hacer algún comentario en ese momento y que iría a su camarote a preparar las maletas. Pero al darse la vuelta una voz estalló en su interior. Keystone había obtenido una foto del verdadero inspector Dew.

Manhattan brillaba sobre el agua y el Mauretania hizo sonar la sirena para anunciar su llegada. Los pasajeros que llegaban por primera vez identificaban con mucha excitación el edificio Woolworth y otros lugares famosos. La estatua de la Libertad estaba más cerca y dominaba el panorama.

En la cubierta se entregaban las últimas propinas a los camareros y la gente que había compartido mesas o partidas de cartas se despedía. La tripulación arreglaba las cosas y el barco tocó la sirena por última vez.

Alma estaba colgada del brazo de Johnny mientras él le explicaba la rutina del desembarque. El equipaje sería llevado a distintos puntos del muelle identificados con las letras del alfabeto. Como la B de Baranov estaba a unos cincuenta metros de la F, tendrían que separarse.

—Pero no te preocupes, querida, todo lo que tienes que hacer es controlar tu equipaje y esperar que lo revise un vista de aduana. Cuando termines, espérame. Tengo que asistir a la descarga del Lanchester, pero no voy a tardar mucho. Y después, un buen almuerzo en el Waldorf para ambos.

Durante la siguiente hora Alma descubrió uno de los fallos de Johnny: era demasiado optimista. Habían bajado por la pasarela y tomado posiciones en las letras correspondientes, pero el único equipaje que estaba allí era el de los camarotes. El Lanchester seguía en la bodega. De todos modos disfrutó de la escena, del crujir de los cabrestantes, el pulsar de las dinamos, los gritos de los hombres.

—¿Todavía esperando?

Se volvió y encontró a Walter de pie junto a ella.

—Vine a ver si te podía ayudar —explicó.

Alma estaba agradecida. Siempre la había tratado con bondad.

—Es que no ha llegado todo. Están esos baúles de Lydia.

—Tres —confirmó Walter—. Están allí.

Estaban en un lugar adonde no había mirado, unos metros más allá de la letra B. Walter llamó a un mozo y los hizo colocar junto a las cosas que Alma había dejado. Luego consiguió un vista para revisarlos. Mientras lo hacían, vieron cómo bajaban el Lanchester de la bodega número 2 en el otro extremo. Parecía muy frágil suspendido sobre el muelle, pero lo apoyaron sin problema y Johnny se acercó para controlar que sacaran el aparejo sin dañar la brillante carrocería.

—Vamos —dijo Walter—. Llevemos el equipaje de mano.

—¿Y tu equipaje?

—Puede esperar. Tengo que volver a subir a bordo para ver al capitán —levantó una maleta y acompañó a Alma por entre las numerosas pilas de equipaje hasta donde habían descargado los coches. Johnny estaba inspeccionando el suyo para ver que no tuviera rayaduras.

—Es muy amable de su parte, inspector.

—No es nada —sonrió Walter—. ¿La pongo en el portaequipajes?

—Déjelo, hombre todavía tengo que abrirlo —Johnny buscaba la llave en su bolsillo.

—No es necesario —replicó Walter—. Creo que lo encontrará abierto —agarró la manija y levantó la tapa.

—¿Qué demonios…? —exclamó Johnny sorprendido.

Dentro y medio oculto por una frazada, estaba Livy Cordell. Se sentó parpadeando por el sol.

—Supuse que sería usted, inspector —saludó con resignación.

Pero Walter miraba a Alma y era difícil decir si su sonrisa era de satisfacción o de sorpresa.