16

Cuando Alma abrió los ojos, el techo estaba bañado por el sol. Fluía a través del ojo de buey con penetrante intensidad. Le dolía la cabeza. Se dio la vuelta hacia la pared y vio la botella vacía y los dos vasos en el armario al lado de la cama. Volvió a cerrar los ojos, apretándolos con fuerza como para borrar esa imagen. Giró hasta quedar boca abajo y enterró la cara en la almohada. Pero sabía que cuando volviera a abrir los ojos la botella y los vasos todavía estarían allí. Desparramados por el suelo como crudos recuerdos de la hora después de medianoche, estaban los restos del traje de disfraz… la capa de terciopelo, la cofia hecha con una servilleta, la blusa blanca con la luz roja de papel pintada en el frente, la falda gris, las medias de algodón negro y los zapatos de cordones. No podía escapar a la evidencia de que había cometido el acto que incluso las más apasionadas y románticas de sus heroínas posponían hasta que la unión estuviera santificada y legalizada. Había admitido a alguien del otro sexo en su camarote y en su cama. Había quebrantado la fe de Ethel M. Dell. Y de Dios. Y de Walter. Lo que había hecho era imperdonable. Se había prometido a él y entregado a Johnny.

Y encima en ese momento supo que amaba a Johnny, que lo que había sentido por Walter era nada más que… ¿cuál era la palabra que se usaba tan a menudo y con tanto significado en The Way of an Eagle…? Infatuación. Lo que fuera que hubiera sentido por Walter en su corazón ya había desaparecido, suplantado por ese avasallante amor por Johnny, aquel hombre suave, irresistible, que la tomara en sus brazos diciéndole que era la criatura más adorable de la tierra. Walter nunca le había dicho cosas así. Nunca le había susurrado que lo enardecía con sus ojos y que su piel era más suave y blanca que la más pura porcelana.

El acto del amor no había sido una prueba terrible como imaginaba y esperaba. Los momentos de incomodidad inicial habían sido más que compensados con sensaciones sorprendentes y gratificantes. No había hablado con Johnny de su falta de experiencia, pero él había comprendido y ayudado con agrado y ternura a trasponer el umbral del dolor rumbo a la más pura felicidad.

Pero Alma sentía que su compromiso con Walter era ineludible. Él la había escuchado, lo habían planeado todo juntos, se había dejado persuadir. A causa de ella estaba él en esa situación. Había asesinado a Lydia. Sin la insistencia de Alma no lo hubiera hecho. Sin ella, Walter todavía estaría en Inglaterra y Lydia viva y viajando hacia los Estados Unidos. Le debía lealtad a Walter, aunque su amor fuera para Johnny. Se echó a llorar contra la almohada.

Llamaron a la puerta. ¡El camarero! Debía de traer el desayuno.

—Un momento, por favor —saltó de la cama, metió la botella y los vasos en el armario y recogió las cosas del suelo. Sacó uno de los deshabillés de Lydia y se lo puso sobre los hombros, cerró de golpe la puerta del armario y volvió a la cama—. Entre…

—Preciosa mañana, señora. ¿Es su cumpleaños? —Era un camarero muy joven, de menos de veinte años, muy eficiente y amistoso sin tomarse confianzas, como era costumbre.

—No, ¿por qué?

—Hay una tarjeta para usted, señora —colocó la bandeja al lado de la cama, donde había estado la botella de champagne. Contra la jarra de la leche estaba apoyado un sobre cuadrado sin duda contenía una felicitación—. ¿Pudo dormir bien?

—¿Cómo?

—Por la tormenta, señora. Algunos pasajeros no pudieron dormir. No creo que muchos vayan a desayunar.

—Supongo que no.

—Sin no fuera más que el tiempo lo que los preocupa, señora, no sería nada.

—¿Qué quiere decir?

—Otro pasajero con problemas anoche. El inspector Dew de Scotland Yard.

—¡No! ¿Qué ocurrió?

—Alguien le pegó un tiro, señora. Subió a cubierta y le dispararon.

—¡Dios mío! ¿Está…?

—No sabría decirle, señora. Nos dijeron que mantuviéramos la boca cerrada. ¿No necesita nada más?

—No —Alma estaba temblando. Se recostó en la almohada. ¡Le habían disparado a Walter! ¿Estaría muerto? No podía creerlo.

Permaneció aturdida durante más de un minuto. ¿Quién podía querer matar a Walter y por qué? Estaba asustada. Pero tendría que levantarse para averiguar lo que había ocurrido.

Sin pensar se inclinó hacia la bandeja y tomó el sobre. La tarjeta que contenía había sido dibujada a mano. Mostraba dos corazones unidos por una flecha. La abrió y leyó el mensaje. Eran dos versos de una vieja canción.

Porque Dios te hizo mía

Y yo soy tuyo

J.

—Oh, Johnny, Johnny, Johnny —exclamó Alma en voz alta. No bebió el té. No se bañó. Se vistió y fue derecha al camarote de Walter. Llamó a la puerta.

Una enfermera, una verdadera enfermera, abrió y la miró con desdén.

—¿Sí?

—Oí decir que han herido al inspector.

—Así es.

—Soy una amiga, una amiga personal. Por favor, dígame si está grave.

—No puedo decírselo.

—Por favor… ¿su vida corre peligro? —mientras hacía la pregunta su voz expresaba la preocupación que sentía, pero aun así una remota zona de su cerebro anticipaba la muerte de Walter dejándola libre para casarse con Johnny.

—Está fuera de peligro —respondió la enfermera.

Una voz desde dentro del camarote —no la de Walter—, preguntó a la enfermera.

—¿Quién es, enfermera?

La enfermera se volvió hacia Alma.

—¿Cómo se llama?

Alma dudó. Sin saber en qué estado de inconsciencia estaba Walter no se atrevía a decir que era Lydia. Era probable que le hubieran dado morfina y decirle que Lydia estaba en la puerta podía precipitarlo a alguna reacción calamitosa.

—Si no me dice su nombre, ¿cómo puedo darle su mensaje?

—No hay mensaje —titubeó Alma. Dio media vuelta y casi corrió hasta la puerta al final del corredor.

La enfermera chasqueó la lengua, cerró la puerta y se reunió con el sargento que estaba al lado de la cama de Walter. El señor Saxon tenía un aspecto radiante; tanto, que parecía ajeno a la desdicha de Walter. Estaba tan orgulloso como si él mismo hubiera disparado el tiro.

—Tómese su tiempo para recuperarse —le dijo—. Ahora su responsabilidad ha terminado, inspector. Es un día glorioso y merece disfrutarlo.

—¿Qué quiere decir?

—Muy simple. Que aparte de su declaración no tiene que ocuparse de nada más. Gordon está arrestado. Todavía no ha escrito su confesión, pero ya lo hará.

—¿Gordon? ¿Jack Gordon?

El señor Saxon sonrió.

—Si no hubiera soltado a esa basura, no tendría esa herida en el hombro. ¿Cómo se siente?

Walter trató de levantar la cabeza de la almohada. Hizo un gesto de dolor y se dejó caer hacia atrás.

—Dolorido, parece.

—Jack Gordon no me disparó —susurró Walter.

El señor Saxon se volvió hacia la enfermera.

—¿Qué le dio el doctor a este hombre?

—Yo le estaba dando la espalda —susurró Walter—. Y la bala vino de frente.

—No creo que pueda recordar mucho —comentó el señor Saxon—. Todo será una nebulosa para usted, ¿verdad?

—Lo recuerdo con claridad. Le daba la espalda y el disparo me dio de frente. Caí contra él. Fue otra persona la que me disparó.

—Lo dudo.

—¿Qué pasó después de que me dispararan?

—Gordon lo arrastró abajo y pidió ayuda a gritos. No es tonto, inspector.

—¿Lo cacheó? ¿Tenía un arma?

—Supongo que la habrá tirado por la borda.

—Ese hombre es inocente —musitó Walter. Con ayuda de su brazo sano se levantó un poco—. ¿Dónde está? Quiero hablar con él.

—Me temo que no será posible —dijo la enfermera—. Tiene que quedarse acostado el resto del día. Ya oyó las órdenes del doctor.

—El doctor me dijo que no era más que una herida superficial.

—Le dio algo para aliviar el dolor. No creo que pueda mantenerse en pie.

—Entonces veré a Gordon aquí.

—Está arrestado —repitió el señor Saxon.

—No importa. Vaya a buscarlo —ordenó Walter.