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Al mediodía, cuando la sirena del barco hizo vibrar las cubiertas superiores, en el salón de fumar sólo había sitio para estar de pie, y aun así, apretujado. El anuncio del número de millas cubierto en las últimas veinticuatro horas despertaba todos los días un extraordinario interés, no precisamente por orgullo en el Mauretania sino para saber el resultado de las apuestas. Las expectativas de los pasajeros habían aumentado la noche anterior, después de la cena, cuando la subasta de los veinte números posibles recaudó miles de dólares, gracias a un apuesto subastador y a los atentos camareros del salón, que se llevaban el diez por ciento de las ganancias.

Johnny Finch había adquirido un número muy solicitado, el de las quinientas cuarenta millas. Había pagado por él casi la misma cifra en la subasta.

—Lo hago una vez en cada travesía —le confió a Alma, que estaba allí por curiosidad, para enterarse del resultado—. Nunca gané, pero eso se debe a que nunca tuve el valor de pagar un precio alto por un buen número. El lóbulo de la oreja derecha me ha estado picando como el demonio, y ese es un buen signo.

Alma le miró la oreja. Se veía más rosada que la otra.

—Tal vez tenga algo que ver con su caminata matinal por la cubierta —sugirió—. Esa oreja está más expuesta al viento del mar. ¿Por qué no avanza en el sentido de las agujas del reloj para variar?

Johnny rio.

—Porque en ese caso dejaría de tener mi oreja de la suerte. Lydia, querida, jamás encontré alguien tan solemne como usted; usted me divierte mucho. Gane o pierda, esta noche voy a abrir con usted una botella de champagne y trataré de hacerla reír.

—No soy muy bebedora —titubeó Alma, con resquemor.

—Entonces no va a ser tan difícil —exclamó Johnny guiñando un ojo. Cambió bruscamente de tema—. He oído decir que el estrangulador todavía está suelto.

—Creí que anoche habían agarrado al que atacó a esa chica norteamericana.

—Parece que todo fue una equivocación. El inspector Dew se pasó toda la mañana interrogando al tipo y ahora lo ha soltado. Después de todo no era el estrangulador. Espero que Dew sepa lo que hace.

—Yo también —Alma hablaba de corazón, pero sin mucha confianza. Tenía la terrible sospecha de que Walter había soltado a un asesino por algún peculiar sentido de ecuanimidad. ¿Qué haría si la atacaran a ella esa noche?

El subastador estaba golpeando la mesa de nogal con su martillo. El silencio descendió sobre el salón de fumar. Los dedos se cruzaron y las oraciones privadas subieron al cielo. Los grupos que tenían números en común se juntaron a cuchichear, controlando por última vez sus posesiones. Los individuos que poseían números, como Johnny, ya los conocían de memoria.

—Damas y caballeros, el oficial de vigilancia acaba de mandar del puente de mando esta nota con el número de millas marinas que ha recorrido el Mauretania desde ayer al mediodía. Creo que hay bastante interés en conocer esta información.

—¡Adelante! —gritó alguien desde el fondo.

—¡Quinientas cincuenta! —gritó otro y estalló un pandemónium de gritos que sugerían distintos números de todos los rincones del salón.

El subastador golpeó sobre la mesa pidiendo orden. Volvió a mirar el papel que tenía en la mano.

—El número ganador es el quinientos cuarenta y…

—¡Dios, es el mío! —jadeó Johnny.

—… seis. Quinientos cuarenta y seis.

—¡Oh, no! —gritó Alma, desilusionada—. ¡Qué lástima, Johnny! —cogió la mano de él entre la suya y la apretó.

—Bueno —suspiró Johnny con resignación—. Parece que tenía razón con respecto a esa brisa marina en mi oreja.

—Puede que no —confió Alma.

—¿Qué quiere decir?

—Todavía falta el premio para el mejor traje de fantasía, ¿no?