Esa noche Alma durmió mal. Soñó que Walter la perseguía con su largo sobretodo y el sombrero hongo. Ya no era Walter Baranov. Se había convertido en el inspector Dew y ella era Ethel Le Neve. La perseguía por cada rincón del barco: por la cubierta, por los corredores, por segunda y tercera clase y las bodegas y las sentinas. Cada vez que encontraba un sitio para esconderse, él se acercaba y Alma debía escapar aterrorizada. Todo el mundo era hostil con ella, la señalaban, le decían a Walter en qué dirección había huido. Finalmente la atraparon en un corredor del barco donde nadie se animaba a ir. Al acercarse hacia ella sus ojos brillaban como los de un loco y sus manos estaban extendidas como garras. Ella estiró la mano para defenderse y tocó un picaporte; lo hizo girar, abrió la puerta y la cerró de un golpe una vez adentro. Estaba en un lugar parecido a una caverna, las paredes recubiertas de ladrillo y atestado de figuras inmóviles. Era la Gruta de los Horrores. De pronto una figura de mujer con una larga capa negra se movió. Estaba pálida y de sus cabellos colgaban algas. Era Lydia. Agarró el brazo de Alma y la guio a través del suelo de piedra, pasando delante de las efigies de asesinos infames. Burke y Haré, William Palmer, el doctor Pritchard y Neil Cream. Había una figura que estaba sola. Una placa decía H. H. Crippen. Alma miró su cara y gritó. Era Johnny Finch. Habían ejecutado a Johnny, el bueno, el inocente Johnny.