8

—¿Tahúres? —preguntó el capitán Rostron.

—Esa es una teoría en la que estoy trabajando —replicó Walter a la defensiva.

Estaban en el camarote del capitán y su camarero personal había traído un botellón de whisky, un sifón y dos vasos de cristal. Walter estaba fumando un cigarro.

—No quiero decir que esté equivocado, inspector, pero estamos muy atentos a ese tipo de cosas. Tengo que admitir que antes de la guerra ese tema se nos estaba escapando un poco de las manos, pero hemos apretado las clavijas…, hablo de la Cunard…, y me alegra decirle que ya no queda mucho de eso. Por supuesto que no se puede impedir que la gente juegue a las cartas, por lo que es difícil diferenciarlos, pero para eso se le paga al sargento y a sus ayudantes. El señor Saxon no será Sherlock Holmes frente a un caso de asesinato, pero le puedo asegurar que reconoce rápidamente a los tahúres.

—No lo dudo.

—Mi comisario de a bordo tiene una memoria excelente para las caras y siempre me avisa cuando aparecen en el barco jugadores profesionales. Casi todos son bastante conocidos. Se pasan la vida cruzando el océano… como yo.

—¿Así que usted cree improbable que el señor Gordon y la señorita Masters estuvieran metidos en eso?

—No diré que es imposible, pero estoy seguro de que no han viajado antes en el Mauritania. Claro que hay docenas de barcos que cruzan el océano. Puedo pedirle al señor Saxon que investigue un poco.

—No todavía, por favor —pidió Walter—. Prefiero trabajar solo.

—Los más habilidosos rara vez aparecen en el salón de fumar. Las partidas importantes se juegan a puerta cerrada en los camarotes. Las «palomas», como llaman a sus víctimas, empiezan ganando mucho dinero, pero por supuesto que luego los tahúres lo recobran todo y con creces en una última partida que se juega en general después de haber atracado, en el tren o en algún hotel de Nueva York. Podemos tener sospechas, pero para ese entonces ya están fuera de nuestro alcance. Esos parásitos tienen muchos recursos, inspector.

Walter asintió y lanzó un perfecto aro de humo. El capitán Rostron se preguntó si el inspector le estaría ocultando algo. La verdad es que no hablaba mucho.

—Si fueran tahúres —se aventuró el capitán— ¿por qué asesinarían a uno de ellos?

Walter chupó el cigarro, exhaló el humo y exclamó con tono lapidario.

—Exacto.

—Supongo que es posible que una de sus víctimas anteriores la reconociera y decidiera vengarse —continuó el capitán— pero el asesinato es una manifestación extrema de la venganza.

—Extrema —asintió Walter.

—Para recurrir a eso un hombre tiene que estar muy desesperado o ser un canalla.

—Una cosa u otra.

—Sí.

—De acuerdo.

Se hizo un silencio. Hacía mucho tiempo que el capitán no se encontraba con alguien tan poco comunicativo como el inspector Dew. Estaba empezando a molestarlo. Se veía que el hombre tenía mucha más información en la cabeza de la que consentía en comentar. La única manera de sacarle las cosas era con preguntas discretas.

—Bien, inspector, ¿ya ha decidido por qué fue asesinada la señorita Masters?

—No.

—¿Tiene algún sospechoso?

—¿Sospechoso? —repitió Walter. Tomó su vaso y bebió un trago de whisky—. No.

—Entendido. ¿Le parece un caso difícil?

Walter meditó un instante.

—No.

—Lo mandé llamar con la esperanza de que usted tuviera alguna idea sobre el crimen, pero todo lo que hemos hecho hasta ahora es discutir sobre la posibilidad de que la víctima fuera una jugadora profesional de cartas. Supongamos que lo fuera, ¿hacia dónde se orientarían sus pesquisas?

—Hacia la cama —respondió Walter—. Para dormir.

El capitán suspiró.

Walter se aclaró la garganta.

—Iba a decir…

—¿Sí?

—Que este whisky es muy bueno, capitán.

—Ah, me alegro de que le guste. Y espero que duerma bien. Aprovéchelo. Nos espera mal tiempo.