Después del almuerzo Jack Gordon fue a buscar al inspector Dew. Lo encontró sentado en un sillón entre el piano y una palmera en el salón principal. Parecía dormido, Jack lo llamó y no obtuvo respuesta. Volvió a llamarlo y tocó la mano del inspector.
Walter abrió los ojos.
—¿Inspector Dew? —preguntó Jack por tercera vez—, siento molestarlo.
—¿Qué sucede?
—Me llamo Jack Gordon. ¿Le parece bien que hablemos del asunto que está investigando?
—¿Eso? Ah, sí. Busque una silla.
Jack agarró una del otro lado de la palmera y se sentó enfrente de Walter.
—Allí no —pidió Walter—. Un poco más a la derecha. Quiero tener libre la vista del salón —guiñó un ojo—. Observación.
Jack miró sobre su hombro siguiendo la vista del inspector, pero todo lo que pudo ver fue a dos clérigos jugando a las damas.
—¿Qué quería decirme, señor Collins?
—Gordon. Pensé en hablar con usted antes de que viniera a buscarme. Estuve con la señorita Masters la noche en que la mataron. Jugué a las cartas con ella en el salón de fumar. Fui su compañero de whist. Supuse que querría una declaración mía.
—Es muy meritorio de su parte hacerlo voluntariamente, señor Collins.
—En realidad me llamo Gordon, inspector.
—Ya lo oí la primera vez, señor Collins. No se ofenda, pero tengo la costumbre de llamar a los testigos por su apellido. Cuénteme esa partida de whist. ¿Quiénes eran sus contrincantes?
—Una pareja norteamericana joven. Él se llama Westerfield, creo.
Walter sacó una libretita y un lápiz.
—Será mejor que lo anote. Soy un desastre con los nombres y en general dejo esa parte a la enfermera.
Jack lanzó una risita inquieta.
—Claro.
—¿Y el nombre de la compañera del señor Westerfield?
—Eso es más difícil. Se llama Barbara, pero no pesqué el apellido.
—No tiene importancia, señor Collins. Ya me arreglaré para conseguirlo. En este momento me preocupa más la señorita Masters. ¿Eran amigos?
—No. Nunca nos habíamos visto antes del sábado a la noche. La partida se celebró después de la cena. Estaba sentado aquí con el señor Westerfield y mientras hablábamos apareció la señorita Masters a preguntar si queríamos colaborar en el espectáculo del barco. Ninguno de los dos estaba muy entusiasmado, pero en cambio decidimos jugar unas manos de whist. Le gustó la idea. Paul, el señor Westerfield, fue a buscar a Barbara para que fuera su compañera.
—¿Fue una partida agradable?
—En general, sí —Jack juntó y separó los brazos—. Bueno, alguien se lo va a contar, así que será mejor que se lo diga yo. Al final hubo una especie de malentendido. Paul y Barbara ganaron la mano decisiva y la señorita Masters y yo no nos entendimos muy bien después de las primeras manos. Ella criticó mi juego, me hizo enojar. Al final sacó un billete para pagar a los otros. No sé si está enterado de lo que sucede entre los jugadores de cartas en un barco, inspector, pero nadie pone dinero encima de la mesa en un salón público. Fui muy cortante con ella. Le dije en pocas palabras que eso no se hacía y me fui. Creo que estaba a punto de echarse a llorar y eso es algo que no aguanto —se encogió de hombros—. Estoy seguro de que se dará cuenta de lo mal que me siento ahora.
—Yo no me lo tomaría tan a pecho —le aconsejó Walter—. El caso es que no creo que se haya suicidado. Le puedo decir, confidencialmente, que fue estrangulada.
—Ya oí algo de eso —musitó Jack. Se inclinó hacia adelante. De pronto tenía los labios pálidos y los ojos fijos en Walter con extraordinaria intensidad—. Tiene que encontrar al demonio que lo hizo, inspector. Se merece la horca.
Walter asintió y se pasó con suavidad el dedo por el cuello.
—¿Lo atrapará? —preguntó Jack.
—Dios mediante.
—No sé cómo podrá explicarse un crimen sádico, como este.
Walter permaneció inmóvil como una esfinge.
—No hay razón —continuó Jack—. No tiene sentido. Para mí se trata de un maníaco.
—¿Quién podrá ser? —preguntó Walter con interés.
Jack parpadeó.
—No tengo idea. Lo único que deseo es que lo atrapen.
—Usted estaba sentado frente a la señorita Masters durante la partida y debió de ver sus manos.
—¿Qué quiere decir? Yo no hago trampas.
—No las cartas, señor Collins. Me refiero a sus manos. Manos. ¿No recuerda si tenía un anillo en el tercer dedo de la mano izquierda?
Jack sacudió la cabeza.
—No era casada. Estoy seguro de que era soltera.
—Podría haber estado comprometida.
—No usaba ningún anillo.
Walter hizo una anotación en su cuaderno. Levantó la vista.
—¿Algo más, señor Collins?
—Sí. ¿Puede prestarme su cuaderno y el lápiz?
Walter parpadeó sorprendido, pero le alcanzó las dos cosas.
Jack escribió su nombre.
—Para que quede registrado, inspector. No dude en llamarme si necesita ayuda.
—Gracias. Muchísimas gracias.
Esperó a que Jack abandonara el salón y se levantó para pedirle a un camarero que le señalara a Paul Westerfield.
Paul estaba en cubierta. Estaba jugando la primera vuelta del torneo de badmington, que consistía en arrojar un aro de goma sobre una red. La cancha estaba marcada con tiza. El contrincante de Paul era un inglés maduro que compensaba su falta de agilidad dando efecto al aro para que este se balanceara en el aire con la intención de distraer al oponente. Era también posible que la presencia de Walter con su sombrero hongo contribuyera a la falta de concentración de Paul. Perdió contundentemente el punto decisivo. Estrechó la mano del ganador y una joven le alcanzó su chaqueta.
Walter se dirigió a él.
—Señor Westerfield, si no está demasiado exhausto…
—No, señor —replicó Paul—. Fue más un partido táctico que de resistencia. Veo que conoce mi nombre. Esta es la señorita Barbara Cordell; supongo que ella también estará en su lista.
—Ah, sí —asintió Walter.
—¿Quiere hablar con nosotros dos al mismo tiempo?
—¿Al mismo tiempo? No lo había pensado.
—No hay secretos entre nosotros.
—Creo que el inspector quiere hablarte a solas, Paul —musitó Barbara.
—No —respondió Walter—. Así ahorraremos tiempo.
—Perfecto. ¿Vamos al café Verandah? Tengo bastante sed.
Eligieron una mesa al lado del enrejado. Como el frente del café estaba abierto al aire libre, Walter le preguntó a Barbara si no le iba a molestar la corriente de aire.
—Mientras hay sol es agradable —le contestó— y si tengo frío puedo ponerme el cardigan. ¿No va a sacarse el sombrero, inspector?
Walter miró a su alrededor.
—No lograba decidir si estábamos afuera o adentro —explicó mientras apoyaba el sombrero en la silla a su lado.
—¿Le molesta? —preguntó Paul.
—Oh, no. Sólo que me gusta hacer siempre lo que corresponde —contestó Walter con aire confidencial—. Tal vez esté un poco pasado de moda. Han pasado unos cuantos años desde la última vez que crucé el Atlántico.
—Hemos oído hablar de eso —asintió Paul—. Bueno, ¿quién no? Ya ha pasado a formar parte de la historia marítima.
Walter se echó atrás en su silla y poniéndose a la defensiva:
—Ah, sí, ¿y cómo sabían quién era?
Paul miró a Barbara; eso no podía ser otra cosa que el famoso sentido del humor inglés.
—Supongo que ahora está citando al doctor Crippen.
—Ah —sonrió Walter con más entusiasmo.
—Recuerdo haber visto una foto suya y del doctor Crippen bajando de la pasarela cuando volvieron a Inglaterra; usted llevaba puesto el sombrero. Lo que no recuerdo es qué barco era.
—El mismo —replicó Walter.
—¿El Mauretania?
—El sombrero —corrigió Walter levantándolo—. El mismo sombrero. Bien, si puedo molestarlo con algunos recuerdos más recientes, ¿qué puede decirme de la dama a la que asesinaron el sábado por la noche?
—¿Katherine? No mucho, inspector. La conocimos anoche y nos preguntó si queríamos jugar al whist.
Barbara interrumpió.
—A mí no me preguntó nada. Paul, recuerda que tú me invitaste después de que acordarais la partida.
—Es verdad —reconoció Paul—, ¿es importante? Bien, si quiere que le cuente todo, le diré que estaba tomando café y una copa en el salón con un inglés, Jack Gordon. Katherine… la señorita Masters… se acercó y nos preguntó si queríamos actuar en el espectáculo. Estaba reclutando gente en nombre del señor Martinelli, que es el encargado de los espectáculos, pero no habla bien inglés. Quería gente para participar en un sketch. Jack hizo un comentario gracioso diciendo que lo único que sabía era jugar al whist. Katherine le tomó la palabra y así fue como arreglamos la partida.
—Yo todavía estaba en el salón comedor con mis padres —acotó Barbara—. Y Paul vino a invitarme a jugar.
—Nos conocemos desde la época del colegio —agregó Paul.
—Y estuvimos juntos en los mismos hoteles en París y en Londres —agregó Barbara.
Walter sacó su cuaderno.
—Será mejor que anote esto. ¿Qué quieren tomar? Me parece que se acerca el camarero.
—Así es —dijo Paul—. ¿Qué es lo suyo, inspector?
Walter frunció el ceño sin entender.
—Qué va a tomar.
—Ah. Té, por favor.
—¿Con leche y azúcar?
—Sin azúcar. Produce caries. Ahora bien, señorita Cordell, ¿cómo se escribe su nombre?
—B-a-r… —empezó Barbara.
—No, su apellido, querida —interrumpió Walter—. Cordell.
—En realidad ese no es mi apellido —corrigió Barbara— el mío es Barlinski.
Walter no parecía dispuesto a creerle.
—Livingstone Cordell es mi padrastro —explicó Barbara—. Es el tercer marido de mi madre. Se divorció de mi padre cuando yo tenía siete años. Es demasiado largo de explicar, por eso cuando me llaman Cordell no acostumbro a corregirlos. ¿Quiere que le deletree Barlinski?
Walter empujó el cuaderno y el lápiz a través de la mesa.
—Será mejor que lo escriba.
—¿Escribo también el de Paul?
Walter tenía el aspecto de un hombre al que han engañado demasiadas veces. Asintió. Cuando Barbara la devolvió el cuaderno lo estudió con detenimiento.
—¿Quería saber algo de la partida de cartas? —preguntó Paul.
—En realidad, no. Ya me lo contó el señor, humm… —Walter miró su libreta—. Gordon. Cuénteme algo de él.
—Es un buen tipo —comento Barbara—. Encontró la billetera de Paul y se la entregó al comisario de a bordo.
—Mi billetera —explicó Paul—. La perdí un rato después de subir a bordo. Contenía mucho dinero… más de uno de los grandes.
—Uno de mil —corrigió Barbara.
—Dólares —agregó Paul.
Walter estaba tachando palabras en su cuaderno.
—El dinero no me falta —continuó Paul—, pero perder esa billetera era un verdadero fastidio.
—Tuvo que pedirle dinero prestado a Livy.
—¿Livy?
—Livingstone —completó Paul—. Su padre.
—Padrastro —corrigió Barbara.
—¿Es esto importante? —preguntó Paul—. No creo que el inspector esté interesado en la historia de mi billetera, ¿no? El asunto es que Jack Gordon la encontró y la entregó. Salvó la situación, eso es todo.
—¿Él? —exclamó Barbara ofendida—. Espera un poco. ¿Qué te parece si le atribuyes algún mérito a Livy? Te ayudó bastante. Sin sus sugerencias, ¿dónde estaría Poppy ahora?
—¿Poppy? —preguntó Walter desorientado.
—Una amiga nuestra —aclaró Paul.
—¿Nuestra? —preguntó Barbara con sarcasmo—. Tenía pelo rubio y una figura provocativa y un vestido que no estaba hecho para ocultarla —la describió Barbara—. Vino a Southampton a despedir a Paul. Por alguna misteriosa circunstancia no bajó del barco cuando sonó la campana. La llevaron a Francia. Con toda esta excitación Paul perdió la billetera y Livy le prestó lo suficiente para que Poppy volviera a Inglaterra.
—Puede olvidarse de Poppy —le comentó Paul a Walter—. No tiene nada que ver con su investigación. Me ha preguntado por Jack. Es un tipo normal. Se molestó un poco cuando Katherine sacó a relucir un billete al final del juego, pero no se le puede culpar, porque ella le había dicho algunas cosas feas sobre su manera de jugar y él se las había dejado pasar con dignidad.
—Las cartas parecen sacar a flote lo peor de la gente —observó Walter.
—Como individuos los dos eran agradables —reflexionó Barbara—. Yo charlé un rato largo con Katherine después de que Jack dejara la mesa y mientras Paul iba a buscar café. Ella no sentía ningún resentimiento por Jack. Estaba molesta consigo misma por haberlo hecho enojar. Nos pusimos de acuerdo para persuadir a los dos hombres a jugar otra partida la noche siguiente.
—Eso no me lo dijiste —comentó Paul.
—¿Por qué tenía que hacerlo? Era algo que había acordado con Katherine. Te conté que ella se había ofrecido a enseñarme a jugar al bridge.
—¿Qué otra cosa tramasteis? —preguntó Paul.
—Estuvimos de acuerdo en algunas opiniones sobre los hombres en general.
—¿Y después de eso? —preguntó Walter con rapidez.
—Paul volvió con el café y poco después Katherine nos dejó para ir a su camarote. Habrá sido alrededor de medianoche.
—Nosotros fuimos a bailar un par de piezas y después cada uno se marchó a su camarote —completó Paul—. Nos enteramos del cadáver hallado en el agua el domingo a mediodía, un rato antes del almuerzo.
—Todavía no lo entiendo —exclamó Barbara—. No era más que una mujer sola que no conocía a nadie en el barco.
—Sí —acotó Walter—, también a mí me desconcierta.
—Lo que dijiste no es muy correcto, Barbara. Tiene que haber conocido a otra gente para entrar en el comité de espectáculos. Y no nos olvidemos de que andaba buscando voluntarios.
—No es suficiente para que la asesinen —dijo Barbara.
—Tiene que haber asustado a alguien. ¿Recuerdas lo que dijo cuando volvió de ponerse perfume?
—Ah, sí —recordó Barbara—, lo había olvidado —se volvió hacía Walter—. A mitad de la partida hicimos una pausa para tomar una copa. Katherine volvió a su camarote para refrescarse. Nos dijo que al volver había visto un hombre en el corredor, que la había contemplado como si ella hubiera sido un fantasma y luego había vuelto a entrar al camarote. Estaba tan sorprendida por lo ocurrido que volvió a su cuarto y contempló ante el espejo qué había de raro en su cara.
—Jack sugirió que habría sido algún tipo aterrado ante la perspectiva de que le pidieran que apareciera en el espectáculo —comentó jocosamente Paul—. Si no, ¿por qué se comportaría de una manera tan sospechosa?
—La verdad es que no lo sé —replicó Walter, nervioso.