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A la hora del té se rumoreaba que la mujer había sido asesinada. En el salón de primera clase, diseñado en estilo siglo dieciocho para dar una atmósfera de tranquila elegancia, las más escalofriantes teorías de homicidio se ventilaban sobre los sandwiches de salmón y las teteras de plata. Las señoras escuchaban con la boca abierta las historias de sus acompañantes sobre los personajes horripilantes que se arrastraban debajo de ellas en las cubiertas inferiores. Marineros hindúes con dagas, fogoneros irlandeses borrachos, ingenieros rapaces, inmigrantes delincuentes escondidos esperando la noche. Nadie estaba a salvo. Era una perspectiva horrorosa. No había escapatoria; estaban atrapados en el barco.

Esas ansiedades voceadas en varios grados de inquietud en los varios salones.

—Puede ser un maníaco suelto. ¿Qué están haciendo para descubrirlo?

—Mi querida, no están haciendo nada. No hacen más que tomar declaraciones.

—Es absurdo. El capitán debería protegernos de alguna manera.

—¿No estarás asustada, no? Siempre has sido tan valiente…

—No trates de engatusarme. Si te importara aunque fuera un poquito mi seguridad, ya habrías ido a ver al capitán para exigirle que haga algo para protegernos de este maníaco.

—Dale una oportunidad, querida. Estoy seguro de que hace lo que puede.

Alma escuchó esa conversación en la cubierta superior. El viento llevó a sus oídos las últimas palabras mientras pasaba junto a los interlocutores.

—Son las mujeres como ella las que me dan lástima. Imagínate lo que es estar sola con un asesino suelto.

Había pasado la tarde leyendo en su camarote y ahora estaba tomando un poco el aire. La palabra «asesino» le produjo una sacudida y empezó a temblar. ¿Había oído mal? Sintió náuseas. Se volvió hacia el mar y se aferró de la baranda.

—¿Necesita ayuda? —preguntó un hombre.

—No, gracias.

—Está muy pálida. ¿Ha probado las píldoras contra el mareo? Son muy eficaces. Si quiere una, le puedo dar.

—No, no es eso. Estoy bien.

Abajo, en la cubierta principal, Wilf y Jean Dutton paseaban del brazo. Sally iba detrás de ellos con su cuerda de saltar. Jean no hacía más que mirar atrás.

—¿No puedes olvidarte de ella por un momento? —se quejó Wilf—. No es tonta. No va a saltar por la borda.

—Ya sabes por qué quiero vigilarla.

—Querida, era una mujer mayor. Los hombres que andan detrás de las mujeres mayores no se dedican a las niñas. Si alguien corre peligro, eres tú.

—Es horrible —sollozó Jean—. Hubiera preferido quedarme en Leicester, con trabajo o sin trabajo.

—Pues yo no. ¿No es ese el tipo con el que almorzamos?

Jean miró la figura encorvada que contemplaba el océano.

—Sí, es él. Déjalo en paz, Wilf. No es de nuestra clase.

—No tiene nada de especial. Ya lo sabemos. Walter Dew, jubilado. Lo que me gustaría saber es por qué se jubiló. ¿Por qué fue tan evasivo cuando se lo pregunté? ¿De qué piensas que vivía, Jean? ¿Tendría una tienda de empeños? No, no es su estilo. Algo más elegante. Parece uno de esos lagartos de salón. Eso me parece más apropiado. ¿Te gustaría bailar un fox-trot con él?

—No seas tonto.

—Bueno, si no es eso, ¿qué es? Apuesto a que algo dudoso, o me como el sombrero.

—Sería bueno que lo hicieras —gimió Jean—. Es horrible. Grasiento y deshilachado. No sé lo que va a decir tu hermano. En los Estados Unidos no usan esas cosas.

—Ya lo tengo. Es el asesino. Por eso no quería hablar.

—No subas la voz, Wilf.

—El mismo doctor Crippen.

—Estúpido. Al doctor Crippen lo colgaron antes de la guerra.

—Ya lo sé. No es más que una broma. Pobre viejo Crippen en el barco y… —Wilf se detuvo—. ¡Dios, ya sé quién es!