En el salón comedor de segunda clase no había mesas individuales, sino para cuatro o seis personas. Walter había desayunado temprano. Una pareja joven que se sentaba en el otro extremo de su mesa no le dirigió una palabra. Posiblemente eran recién casados.
El almuerzo del domingo era diferente. La comida se sirvió a la una en punto y toda la gente llevó al mismo tiempo. Walter se sentó en una mesa para cuatro, donde ya había otras tres personas. Era una pareja con una niña pequeña de pelo trenzado que no dejaba de sacudirlo sobre el respaldo de la silla. Walter les preguntó si podía sentarse con ellos.
—Por favor —respondió el hombre con acento del Midlands—. Nos gusta la compañía. Soy Wilf Dutton. Esta es mi mujer, Jean y nuestra Sally.
—Dew. Walter Dew —Walter sonrió y tomó el menú.
—¿Por qué se sienta este hombre en nuestra mesa? —preguntó Sally.
—No es nuestra, la compartimos —le explicó Jean mirando a Walter con timidez.
—Es mejor que en casa —sonrió Wilf.
—¿Cómo? —preguntó Walter.
—Que es mejor que en casa. Hay tres platos distintos para elegir.
—Sí, tiene razón.
—Estamos emigrando. En Leicester no se encuentra trabajo. ¿Ha estado en Leicester? No creo. Mi hermano tiene un negocio en Rhode Island. Es constructor, como yo. Nos dijo que lo vendiéramos todo y fuéramos allá. Hasta nos mandó los pasajes de segunda clase. ¿Nada mal, no? ¿No lo conozco, señor Dew?
Walter negó con la cabeza.
—No creo.
—Me parece conocer su cara. ¿Nunca estuvo en Leicester?
—Wilf —exclamó Jean—. No hagas preguntas personales.
—No hay nada personal en eso —contestó Wilf.
—Debo haber estado allí de chico —dijo Walter—. Pero no en los últimos años.
—¿En qué trabaja, señor Dew?
—Wilf —dijo Jean con voz resignada.
—Estoy jubilado —dijo Walter. Se volvió hacia la niña—. ¿Este es tu primer viaje por mar, Sally?
—Sally, el caballero te preguntó algo.
—No parece tan viejo como para jubilarse —comentó Wilf—. ¿Qué era, soldado?
—Sally, contesta la pregunta —ordenó Jean.
—No —se negó Sally.
—No tiene por qué hacerlo —Walter sonrió—. Es como yo, un poco tímido al principio. ¿Ya miró el menú, señora Dutton?
—Si no conozco su cara, tal vez sea su nombre —continuó Wilf—. Walter Dew. ¿No es alguien famoso, por casualidad?
—Es un nombre bastante común.
—¿Un jugador de cricket?
—El camarero viene a tomar nota, cariño —interrumpió Jean—. ¿Qué es minestrone?
—Una sopa de verduras —respondió Walter.
—Jean me lo ha preguntado a mí —bufó Wilf.
—Cambiemos de tema —pidió Jean—. ¿Ya se enteró de lo de esa pobre mujer que se cayó por la borda, señor Dew?
El mismo tema se discutía en las mesas redondas cubiertas de manteles de hilo de primera clase y en las mesas plegadizas unidas unas a otras, de tercera. Los pasajeros expresaron sus teorías durante toda la tarde. Una continua corriente de testigos efectuó declaraciones al sargento y luego las hicieron extensivas a la gente que estaba afuera en las hamacas. Se supo que el señor Saxon hacía preguntas extrañas. Estaba interesado en la gente que andaba por la zona de los camarotes o en cubierta alrededor de medianoche. Preguntó a varios testigos si no habían oído ruidos de lucha o gritos.
Uno de los informantes del señor Saxon fue un botones. Estaba muy nervioso. Se mantuvo rígido, de pie, mientras declaraba. Fijó la vista en la lámpara sobre la cabeza del señor Saxon.
Cuando el chico hubo terminado, el señor Saxon le hizo algunas preguntas.
—¿Está seguro de que no se confunde? Usted ve un montón de pasajeros el día del embarque. ¿Cómo puede estar seguro?
—No sé, señor.
—¿Cómo dijo que era su nombre?
—Señora Brownhoff, señor.
El sargento miró hacia uno de los asistentes.
—No hay nadie con ese nombre a bordo. Usted dice que era una pasajera con tarjeta de embarque.
—Sí, señor.
—Llevó a esa señora a su camarote. ¿Cuál era?
El muchacho bajó la vista.
—¿No lo recuerda?
—Era un camarote de babor, señor.
—¿Por qué recuerda eso?
—Me preguntó en qué lado del barco estaba. Y me dio un chelín.
El señor Saxon desvió la vista.
—Esa es una información segura —volvió a dirigirse al muchacho—. Y dice que desde entonces no ha vuelto a ver a la dama. ¿Tiene la costumbre de controlar si todos los pasajeros que conduce a los camarotes siguen a bordo?
—No, señor.
—Si su señora Brownhoff no estaba bien en su primer día en el mar, ¿no es posible que se haya quedado en su camarote y que por eso no la viera en el barco?
—Supongo que sí, señor.
–Supone que sí. ¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que no, señor, que no la hubiera visto.
—Creo que estamos perdiendo un tiempo valioso —exclamó el señor Saxon.
El oficial que tenía la lista de pasajeros se dirigió a Saxon.
—Tenemos una señora Baranov en el camarote 89.
—No ha desaparecido —replicó el oficial que tomaba las declaraciones—. Esta mañana estaba en el servicio religioso. De pelo oscuro, más bien pálida, no sonríe mucho pero es bastante atractiva. Tendrá alrededor de treinta años.
—¿Le suena a la señora que le dio el chelín? —preguntó Saxon al botones.
—Sí, señor.
—Bueno, parece que hemos resuelto nuestro pequeño misterio. ¿Alguien le ha enviado?
—No, señor.
—Porque si ha estado obstruyendo en forma deliberada mi tarea, me ocuparé personalmente de que nunca más lo empleen en el Mauretania o en cualquier otro barco. Vuelva a su puesto.
Toda la tarde transcurrió en declaraciones. Era lo usual en esos casos, pero el señor Saxon estaba intranquilo. Había que hacer otras cosas; alguien tenía que ocuparse de controlar que todos los camarotes estuvieran ocupados. No confiaba en los camareros. Todos sabían de su reputación, de su falta de recato con las pasajeras que viajaban solas. Tenía que hacer otro tipo de control, pero le faltaba tiempo y ayuda.