17

Después de la cena Johnny Finch entretuvo a Alma y a los norteamericanos de su mesa. Se sentó en un sillón en el centro del salón y contó algunos chistes sobre automovilismo. Eran muy graciosos y estaban salpicados con nombres de gente de sociedad. Los hombres compraban coches caros para impresionar a las mujeres. Y los coches o los caballeros siempre terminaban recalentándose. «En el arte de la seducción —comentó Johnny a su audiencia—, el automóvil es un accesorio de poco fiar». Contó la historia del difunto rey Eduardo y un coche que había alquilado. El propietario tenía una fábrica de bebidas sin alcohol y esperaba ser nombrado proveedor oficial a cambio del coche. El rey fue al campo con una amiga y el coche se quedó sin gasolina. El rey no se inmutó y disfrutó de un placentero intervalo. Al final encendió un cigarro y le dijo a la dama que no había ningún problema porque llevaban una reserva de gasolina a bordo. Bajó y abrió la lata. Estaba llena de limonada. El fabricante se quedó sin nombramiento.

Las historias de Johnny atrajeron a más gente. A medianoche todavía estaba en eso. Los cuentos se volvían más picantes. Una mujer y su marido abandonaron el grupo y Alma era la única mujer que quedaba. Esperó que terminaran las carcajadas y se levantó para decir buenas noches.

—¿Nos abandona tan temprano? —preguntó Johnny.

—Es más de media noche.

—Tiene razón, demonios. Y yo que tenía la esperanza de mostrarle mi Lanchester.

Todos rieron, incluso Alma.

—Tal vez más adelante.

—Le tomo la palabra. Buenas noches. —Johnny se embarcó en un cuento sobre Henry Ford.

Alma se dirigió a la cubierta D. Estaba un poco mareada. Había tomado más vino del previsto, pero cada vaso había servido para disolver sus temores. No podría haber afrontado la noche en el camarote 89 sin eso.

Los corredores estaban silenciosos y el barco estable. Toda oscilación provenía de su interior. Pero no tuvo problema en encontrar el camino. Siguió los cartelitos que indicaban los camarotes que comenzaban en 8, y los contó hasta llegar al 89.

El cartel de «No molestar» ya no estaba.

Abrió su bolso y revolvió el contenido para encontrar la llave. La sostuvo bajo la luz y controló el número. La colocó en la cerradura, esperó un segundo y abrió la puerta.

La luz estaba encendida y las cortinas corridas sobre los ojos de buey. El baúl estaba abierto.

Alma respiró hondo y se acercó lo suficiente como para mirar dentro. El baúl estaba vacío.

—Gracias a Dios —exclamó en voz alta, mientras cerraba la puerta del camarote.

Miró en el baño, abrió cajones y armarios. No podría dormir hasta que no supiera exactamente lo que había en ese cuarto. Vio la ropa de Lydia doblada con cuidado. Todo parecía limpio y nuevo. Había un camisón de satén negro. No pensaba usarlo.

Se sacó el vestido de noche y se limpió el maquillaje. Decidió darse un baño. Mientras estaba en el agua sintió como si el barco cambiara de rumbo. La cadencia de los motores se alteró y el agua de la bañera formó olas a su alrededor. Esto ocurrió un par de veces más y durante un rato pensó que la nave se había detenido. Se sacudió otra vez mientras que trataba de agarrar una toalla. Se le revolvió el estómago y deseó no haber bebido tanto vino.

Después el barco pareció volver a su antiguo ritmo y Alma se sintió más tranquila. Se metió en la cama. No había apagado la luz, pero estaba menos asustada de lo que pensaba. Ya había pasado lo peor. Volvió la cara hacia la pared y se quedó dormida.