16

Paul pidió al camarero dos coñacs dobles.

—¿Conoce el Mauretania? —le preguntó a Jack.

—No muy bien. En general viajo con la White Star. En el Majestic, contraído por los alemanes. Es muy sólido.

—Yo vine en el Berengaria, así que comprendo a lo que se refiere. ¿Viaja seguido, entonces?

—¿Ha sonado así? No, sólo una vez al año. Tengo amigos en Nueva York, y me gusta verlos cada tanto. Y además disfruto mucho del viaje.

—¿Los deportes?

Jack sonrió.

—No, no me gusta el tenis de mesa. A veces nado un poco. La piscina romana del Majestic bien vale un chapuzón. Si uno no tiene cuidado en un barco inglés, todo se convierte en deportes y juegos. No queda tiempo para uno mismo.

El camarero trajo dos coñacs y Jack le pidió cigarrillos. Levantó su copa.

—Por un tiempo tranquilo durante todo el viaje.

—Desde que subí a bordo he estado tan ocupado que no he tenido tiempo de pensar en lo que está haciendo el mar —sonrió Paul. Basándose en el principio de que una confidencia estimula el compañerismo, contó la historia de Poppy del principio al fin.

—Debe haber sido divertido conocerla —dijo Jack—. Uno de nuestros gorrioncitos cockney… alegre y adorable. Lástima que hayan tenido que separarse. Pero un muchacho como usted no va a pasar mucho tiempo sin compañía femenina. No hay nada mejor que un viaje cruzando el mar para vivir un breve romance.

Paul rio.

—¿Y quién se le ocurre para mí?

—¿Qué le parece esa joven tan atractiva con la que lo vi antes de la cena?

—¿Antes de la cena?

—Si no me equivoco usted estaba conversando con los padres de ella en el comedor. No me va a decir que no notó la presencia de esa preciosa chica de pelo castaño muy corto que no le sacó de encima sus enormes ojos oscuros.

—Ah, esa es Barbara, una chica muy simpática que conozco del colegio. A decir verdad, en Londres salimos juntos un par de veces. —Paul se interrumpió. Había notado por el movimiento de los ojos de Jack que alguien estaba detrás de él. Se volvió y sintió que una tela suave le rozaba la cara. La mujer tenía puesto un vestido azul con mangas transparentes que se ondulaban a cada movimiento de sus brazos. Su pelo era muy fino y negro y lo llevaba sujeto en un moño. Era unos diez años mayor que Paul y sus pómulos altos y sienes estrechas parecían preservar infinitamente su belleza.

Habló con un claro acento inglés.

—Espero que me disculpen por interrumpir su conversación, caballeros. Me llamo Katherine Masters y estoy tratando de hablar con todos los pasajeros sobre los espectáculos del barco. El señor Martinelli es la perfecta elección para ocuparse de eso, además de ser un hombre encantador y un brillante cantante, pero su inglés no está a la altura de la tarea que significa reclutar voluntarios para el martes por la noche. Estoy llevando a cabo una cruzada en nombre de él. Sé que siempre hay personas de talento en el viaje del Mauretania.

Jack ya sacudía la cabeza, sonriendo.

—Oh, se equivoca. No soy uno de ellos. Lo siento, pero creo que no puedo ayudarla, señorita Masters.

—Ni yo tampoco —acotó Paul—. Soy completamente negado para la música. No tengo oído.

No era tan fácil sacarse de encima a Katherine Masters.

—No, la música no es lo principal. Entre nosotros —se agachó para que no la escucharan los demás— tendremos más violinistas de los que necesitamos. Siempre andan con su música a cuestas —apoyó una mano en el hombro de Paul, que pudo sentir una vaharada de perfume caro—. En realidad estoy buscando algunos jóvenes a los que no les importe tomar parte en un sketch.

—Tampoco sirvo para eso —se negó Paul.

—En lo único que puedo tomar parte es en unas manos de whist —sugirió Jack— y ni siquiera soy muy bueno.

—¿Whist? —exclamó Katherine Masters—. Adoro el whist. Les diré lo que pienso hacer; no diré ni una palabra más sobre el espectáculo si me incluyen en una partida de whist.

—¿Esta noche? —Jack sonó genuinamente asombrado.

—¿Por qué no? Ya casi he terminado mi ronda.

—Paul, ¿usted juega?

—Algunas veces, pero no soy un experto.

—Pongámoslo así: ¿si tuviera que elegir entre jugar unas manos de whist esta noche o actuar en el espectáculo del martes, qué elegiría?

Paul sonrió.

—Eso es chantaje.

—¿Cerramos el trato entonces?

—Supongo que sí.

—¡Fabuloso! —exclamó la señorita Masters—. Pero necesitaremos un cuarto jugador.

—No hay problema —comentó Jack—. Hace un rato Paul estuvo hablando con una antigua compañera de colegio. Creo que podemos persuadirla, ¿no?

—No estoy seguro —dudó Paul—. Se lo mencionaré.

—Perfecto. ¿Entonces dentro de media hora?

—Será mejor que nos reunamos en el salón de fumar —sugirió Jack—. Creo que allí guardan las cartas —cuando la señorita Masters se alejó, le dijo a Paul—. ¿Ya ve? No sé que pasa en los barcos, pero ningún hombre está seguro. Espero que no se sienta molesto.

—De ninguna manera. Me gusta jugar a las cartas. Será mejor que vaya a buscar a Barbara.

La encontró sentada sola en la mesa de los Cordell en el comedor. Estaba mirando cómo Livy y su madre bailaban Estoy loca por Harry. Levantó la vista y al ver a Paul su rostro se iluminó. En lugar de invitarla a jugar whist, Paul sintió el impulso de bailar con ella. Le tomó la mano y se la apretó. Jack tenía razón, era muy atractiva. Se dirigieron a la pista de baile.

—¿Sabes que en todos los años que nos conocemos creo que nunca hemos bailado juntos?

Barbara sonrió.

—A lo mejor alguien te dijo que no bailaba muy bien.

—Lo haces muy bien.

—No tengo mucha práctica.

—Tus padres bailan bastante. Los vi en la pista del Savoy y me parecieron buenos.

—Livy es bueno. Baila maravillosamente el tango. No sé donde habrá aprendido a bailar, pero seguro que fue antes de conocer a mi madre. A mamá le gusta bailar porque tiene unas piernas bonitas y puede mostrarlas al girar, pero en realidad no es una buena bailarina. No coordina bien. ¿Ves como sus caderas están fuera de ritmo con el resto del cuerpo?

—Basta, me vas a hacer reír y quedaré como un mal educado.

—Soy mala. Lo que pasa es que en estos últimos tiempos he estado viendo demasiado a mi madre.

—Vine a preguntarte si te gustaría jugar a las cartas —Paul cambió de tema—. ¿Juegas al whist?

—¿Con quién vamos a jugar?

—Con el tipo que encontró mi billetera y esa señora de vestido azul que está tratando de organizar un espectáculo. Tú y yo podríamos hacer pareja y ganarnos algunas copas gratis. ¿Qué te parece, Barbara?

—No sé jugar muy bien al whist.

—Eres brillante con la aritmética. Basta con recordar las cartas que se han jugado. Vamos, podemos formar un gran equipo. Tengo tanta confianza que me pongo de garantía de cualquier pérdida que podamos sufrir.

—Tendría que avisarle a mi madre de adonde voy.

—¿Te parece? —Paul dio una vuelta completa para que Barbara pudiera ver a su madre haciendo gestos de aliento por encima del hombro de Livy.

En los compartimientos cubiertos de paneles de nogal del salón de fumar ya había dos grupos jugando a las cartas. Jack había reservado una mesa y tenía dos mazos de cartas que le había entregado el camarero. Estaban sobre la mesa con los sellos intactos. Paul presentó a Jack y Barbara.

—Ahora tenemos que esperar a la señorita Masters —comentó Jack.

—Katherine —corrigió Paul— tratemos de hacerlo lo más informal posible.

Katherine llegó unos momentos después, con el perfume renovado en abundancia.

—Tuve que ir a buscar algo de mi camarote —explicó después de las presentaciones.

—¿Vamos a jugar con dinero? —preguntó Barbara.

—Por supuesto, querida, si no se convierte en un juego muy aburrido —adujo Katherine.

—Tengo algo de dinero inglés que podría usar —dijo Jack.

—Creí que no estaba permitido jugar con dinero —comentó Barbara.

—¿De veras? —Katherine sonó decepcionada—. Le quitan el placer al juego, de esa manera.

—Podríamos contar los puntos y arreglar eso después —sugirió Paul.

—Qué idea tan maravillosa.

—¿Una libra inglesa cada partida? —preguntó Jack.

Estuvieron de acuerdo. Paul sacó la carta más baja y repartió. Las picas eran triunfos. Pero dio cartas muy malas y Jack y Katherine ganaron la primera y segunda mano.

—Ya te dije que no era muy buena —se disculpó Barbara.

—No has tenido buenas cartas para jugar, querida —la consoló Jack—. El whist es aburridísimo si uno no tiene cartas.

Jugaron tres manos más y Paul y Barbara ganaron sólo una.

—Para ustedes no somos competencia —comentó Paul.

—Descansemos diez minutos para tomar algo —dijo Jack—. ¿Qué les puedo traer, señoras?

—Cualquier cosa que tenga hielo —sonrió Katherine—. ¿No sienten calor? Yo sí. Voy a hacer una escapada a mi camarote para refrescarme.

—Tomemos una botella de champagne —dijo Jack—. Yo invito.

—¡Encantador! —exclamó Jack—. Usted es un hombre maravilloso… excelente para las cartas y generoso con las bebidas. Hasta luego —agitó la mano hacia Barbara y se alejó presurosa.

Mientras Jack estaba en el bar pidiendo el champagne, Paul se dirigió a Barbara.

—Es gente agradable.

—Sí, me gustan. Pero todavía espero que podamos mejorar nuestra puntuación.

Paul sonrió.

—No es tan importante. Estamos disfrutando del juego.

—Tal vez nos iría mejor si los dos recordáramos que el segundo jugador en general juega bajo y que el tercero debería jugar alto.

Paul se reía.

—Me dijiste que no sabías jugar muy bien.

Barbara se ruborizó.

—Sé lo necesario.

—De acuerdo, tiene lógica. Trataré de modificar mi juego —podría haber agregado que le agradaba descubrir que Barbara tenía una prodigiosa inteligencia además de su hermoso pelo corto y sus labios pintados. Siempre había pensado en ella como en una chica agradable, aplastada por su madre y nada más.

—Y podemos ponernos de acuerdo en que cuando uno de nosotros lleve la delantera el otro espere y responda a la primera oportunidad —continuó Barbara con solemnidad.

—Y también ponernos de acuerdo en terminar a tiempo para poder bailar un poco más.

Ella pareció encantada.

—Me gustaría mucho.

—¿Ganaremos o perderemos?

—Tendrías que tener más fe en mis sugerencias. Por supuesto que vamos a ganar.

—Cuidado con el champagne, entonces —le previno Paul cuando Jack volvió con un camarero.

—¿Katherine todavía no ha vuelto? —preguntó Jack. Se dirigió al camarero—. La abriremos nosotros mismos cuando regrese la señora.

No tuvieron que esperar mucho.

—Siento haberlos hecho esperar —se excusó Katherine—. Pero creí conveniente volver a mirarme la cara después de lo que pasó. Volvía de la cubierta D, donde está mi camarote cuando se abrió una puerta del corredor. Salió un hombre, me lanzó una mirada terrible y volvió a meterse a toda velocidad en su camarote. Por su aspecto parecía haber visto un fantasma.

—Yo no me preocuparía por eso —comentó Jack—. Debe de haber sido un tipo que creyó que usted estaba por preguntarle si no quería aparecer en un espectáculo. Seguramente no sabía que usted se había conformado con una partida de whist —destapó el champagne y el episodio de Katherine pasó instantáneamente al olvido.

Cuando comenzaron a jugar de nuevo, Paul y Barbara ganaron la primera mano. Paul siguió las instrucciones de jugar bajo cuando era segundo y alto cuando era tercero. Observó bien el juego de Barbara y ganaron tres manos seguidas.

—¿Qué les ha pasado a ustedes dos? —preguntó Jack—. ¿Están jugando mejor o es que hemos bebido demasiado champagne?

—Pues yo no —comentó Katherine—. En la última mano usted bloqueó mi juego. Hubiéramos podido hacer más puntos.

—Me parece que sería mejor dejar de lado los post mortems —contestó Jack—. La próxima vez prometo esforzarme más, compañera.

Ganaron la mano, pero perdieron la partida. El malestar entre los dos era casi palpable. Jack se puso a fumar y Katherine frunció los labios de una manera que la hacía varios años más vieja.

—Es increíble cómo puede cambiar la suerte en las cartas —exclamó Paul cuando él y Barbara ganaron otra partida y emparejaron la puntuación.

—Se necesita más que suerte —masculló Katherine dirigiéndole una mirada asesina a Jack.

—Como quieran —contestó Jack.

—Si no les importa —se excusó Barbara—. Hacía mucho que no jugaba al whist y me cuesta concentrarme.

—Eso es por el champagne, querida —rio Katherine—. A todos nos afecta de diferente manera. ¿Va a dar las cartas, compañero, o vamos a quedarnos aquí sentados mirándonos hasta que lleguemos a Nueva York?

Paul y Barbara ganaron la última partida dos a uno.

—Bueno —suspiró Jack—. Felicitaciones, los norteamericanos ganan. Les debemos una libra por cabeza.

—Usted pagó el champagne —dijo Paul—. Quedamos en paz.

—Siempre hay que pagar las deudas de juego —aseguró Katherine— aquí está tu libra, Barbara.

Jack la interrumpió con brusquedad.

—¡Guárdela! Aquí no se pasa el dinero sobre la mesa. ¿Está usted loca?

Katherine empujó la libra hacia Barbara.

—Tómela.

Barbara vaciló y miró a Paul buscando ayuda.

—Paul tomó el billete.

—Sí, Katherine, voy a pedir otra ronda por cuenta suya. Es muy generoso de su parte.

—A mí no me cuenten —Jack se puso de pie, todavía enojado—. Por esta noche ya he tenido demasiado… de todo —les deseó buenas noches y se fue.

Los ojos de Katherine estaban llenos de lágrimas.

Barbara le tomó la mano y le dirigió a Paul una mirada que indicaba que se sentía capaz de ocuparse por sí sola de Katherine.

—Tal vez sea mejor un café que una bebida, Paul.

Paul fue a buscarlo, todavía sorprendido por el arranque de Jack. Las apuestas estaban prohibidas por la Cunard, pero todo el mundo sabía que existían. Era muy difícil que los condujeran ante el capitán por pasar una libra sobre la mesa. Ordenó el café. No tenía apuro por volver a la mesa y reconoció que Barbara manejaría mejor a Katherine a solas. Estaba por ir al bar para pedir un whisky cuando vio a Livy en la entrada del salón de fumar. Recordó los trescientos dólares que le debía.

—Señor Cordell.

—Livy para ti, hijo —apoyó la mano en el brazo de Paul—. ¿Qué opinas de un buen trago? Marjorie ha ido a poner los pies para arriba. Sus tobillos se empezaban a hinchar. Demasiado baile.

—Me gustaría cancelar mi deuda —dijo Paul. Sacó la billetera y le dio a Livy el dinero que le debía. Era una transacción simple que hacía aún más ridícula la escena de hacía unos minutos.

—Gracias —sonrió Livy—. ¿Whisky?

—Sí, gracias.

Permanecieron apoyados en la barra del bar con sus bebidas.

—Hay un bonito ambiente en el Maury —comentó Livy—. Es un gran barco. Yo ya viajaba en transatlánticos cuando tú eras un niño aún. Los conozco todos. Eso fue antes de conocer a Marjorie. Ahora se puede decir que estoy jubilado. Sólo me subo a un barco cuando estoy de vacaciones.

—¿En qué trabaja?

—Importación y exportación. Se gana mucho si se tiene buen olfato. Yo gané lo mío y lo invertí bien. Vivimos de los intereses.

—Muy inteligente.

—Tú lo has dicho. A los cuarenta y seis años puedo descansar por el resto de mis días. Livingstone Cordell no tiene que sudar más. Tengo mi propio apartamento sobre Central Park, la mujer más adorable de Nueva York y como extra una hijastra preciosa. De paso, ¿qué pasó con Barbara? Creí que estaba contigo.

—Lo está. Es decir, está allí, en uno de los compartimientos. Estábamos jugando a cartas.

—¿Dónde? No la veo.

—Nos está dando la espalda. Está con esa señora del vestido azul.

—¿Con ella? ¿Qué está haciendo con esa mujer? —el tono de Livy había cambiado. Parecía implicar que Paul había abandonado a su hijastra.

Era demasiado largo de explicar.

—Tenían algo que discutir. Me mandaron a buscar café, y entiendo las insinuaciones.

Livy puso la mano en el brazo de Paul y lo empujó con fuerza hacia la mesa.

—Vuelve con ellas, hijo, y sepáralas. Cuando dos mujeres se juntan, estás perdido. No dejes que te suceda.

Paul miró a Barbara. Estaba conversando con Katherine, que sonreía.

—Tiene razón —titubeó.

Pero Livy se había ido.