En el armario había siete vestidos de noche flamantes. Alma aceptó la palabra de Walter de que eran nuevos. Tenían el olor a fresco de las telas que no han sido usadas jamás. Eran de seda, satén y georgette y muy bien confeccionados. En una tienda se hubiera vuelto loca por ellos, pero en el camarote de Lydia tuvo que tomar fuerzas para animarse a tocarlos. Al final eligió uno de georgette negro con nenúfares bordados.
—Este me parece ideal —se lo mostró a Walter— ¿puedo ir al baño a probármelo?
—Por supuesto, ahora este es tu camarote.
—Sí —trató de parecer convencida, pero no lo estaba. Mientras el cuerpo de Lydia estuviera en el baúl, el camarote le parecería una tumba. Todo lo que hicieran allí la profanaría. Ni siquiera estaba segura de cómo se sentiría después de que Walter hubiera arrojado el cuerpo por el ojo de buey. Tenía que hacerlo después de que oscureciera. Y Alma tendría que dormir allí sola. En todos los planes había tratado de alejar eso de su mente.
Una vez dentro del baño corrió el cerrojo. Todavía se sentía tímida frente a Walter. No era muy racional. Iban a vivir como marido y mujer aunque no hubiera casamiento de por medio. Si su vida en común comenzaba en algún punto, ese había sido el momento en que Walter aplicara el cloroformo a Lydia. Pero Alma no podía aún cambiarse de ropa enfrente de él.
El vestido era suelto y le caía muy bien. No tenía mangas y era escotado atrás. Ella no hubiera elegido ese estilo, pero mirándose en el espejo no podía negar que tenía elegancia y un cierto atractivo. Su piel pálida resaltaba contra el georgette negro. Al descubrir en el baño la bolsita de maquillaje de Lydia se puso un poco de colorete y un perfume que olía a violetas. Se estaba sintiendo mejor. Decidió pasarse un poco de lápiz de labios.
—¿Qué te parece?
Walter estaba sentado en un sillón leyendo el diario.
—¿Por qué te has pintado los labios de ese color?
—Se supone que soy Lydia, una actriz —y añadió con un toque teatral— tesoro.
—Entiendo —parecía incapaz de sonreír.
—Me gustaría que pudieras cenar conmigo.
—Tengo algo que hacer.
—¿Vas a necesitar ayuda? —preguntó Alma, temiendo que él contestara que sí.
—La única ayuda que puedes darme es mantenerte lo más alejada posible. Mira cómo bailan las parejas, visita la biblioteca y elige un libro, pide un café en el salón. No podré hacer lo que debo hasta que todo esté tranquilo.
—Esperaré hasta después de medianoche.
—Eso será suficiente. La primera noche la gente se acuesta temprano. Aquí tienes la llave. Cuando regreses, ya no estará aquí. Y por supuesto ella tampoco estará… —señaló en baúl con la mirada.
—Querido, ¿podrías hacer algo para tranquilizar mi mente? ¿Dejarás el baúl abierto para que sepa que está vacío?
—Te lo prometo.
—¿Te veré mañana?
Walter sacudió la cabeza.
—Creo que será más seguro no vernos hasta que lleguemos a Nueva York. A los camareros no les gusta que los pasajeros de segunda se pasen de los límites. Se dan cuenta en seguida. Hoy has sido muy valiente, y lo peor ya ha pasado.
—Eso espero. Ahora siento mucha más simpatía por el doctor Crippen y Ethel Le Neve.
—Sí, de veras. Pero no hemos cometido sus errores. Creo que deberíamos olvidarnos de Crippen. Soy Walter Dew. Y me siento mucho más cómodo en sus zapatos.
En ese momento oyeron el aviso de la cena. Walter se puso de pie y sacó una estola negra de un cajón. La colocó con suavidad en torno a los hombros de Alma, sin tocar su piel. Parecía saber que ella todavía no podía soportar que la tocara.
Alma le dio las gracias.
—Estaré pensando en ti.
Mientras abría la puerta Walter susurró:
—Gracias.
Todavía estaba perturbado. Alma deseó haber tenido la presencia de ánimo suficiente como para besarlo.
Se unió al movimiento general de la gente hacia el salón comedor, donde pudo ver a los miembros de la orquesta tocando entre macetas con palmeras. Todos se habían cambiado para cenar; los hombres llevaban corbata blanca y cuello duro y las mujeres deslumbraban con sus trajes y sus joyas. Muchos se detenían delante de las mesas para saludar a amigos o compañeros de viajes anteriores.
—Disculpe.
Alma levantó la vista, esperando ver al camarero. Al lado de su mesa estaba un hombre que jamás había visto antes. Era alto y delgado, con una expresión tan marcada por los años o el whisky o algo así que lo hubiera recordado de inmediato de haberlo conocido. Los surcos y arrugas combinaban de tal manera que formaban una sonrisa maravillosa. Sus ojos también sonreían. Debía de tener menos de cincuenta años.
—¿Usted es la actriz, Lydia Baranov?
Alma quedó helada. Miró el rostro amable, como un conejo sorprendido, incapaz de saltar, hipnotizado por su mirada.
—Lo siento —se excusó el hombre—. Debo de estar equivocado. Vi ese nombre en la lista de pasajeros y me pareció conocido. Recuerdo que había una actriz muy atractiva de ese nombre que solía actuar en obras de Pinero antes de la guerra. Le pido disculpas por mi equivocación.
—No lo haga —en un esfuerzo supremo logró articular y soltar su voz—. No está equivocado. Estaba pensado en otra cosa. Hoy en día no es común que me reconozcan.
—¿De veras? —parecía sorprendido—: ¿No sigue actuando?
—No desde hace un tiempo, señor…
—Oh. Finch. John Finch. Soy un total desconocido, señorita Baranov. Sólo alguien a quien le gusta visitar los teatros. A decir verdad mis amigos me llaman Johnny, Johnny el loco de los artistas. Escuche, soy un viejo aburrido, pero odio ver a una dama sentada sola en un restaurante, sobre todo cuando sé que es una de las actrices más encantadoras que adornan la escena inglesa.
—Prefiero cenar sola. Estoy muy bien, gracias.
Sus arrugas formaron un cuadro de abyecta desolación.
—Dios mío, he dicho lo que no debía. Johnny, el loco de los artistas. Es nada más que un apodo que me pusieron mis amigos para tomarme el pelo. Y me quedó. La verdad es que no soy para nada ese tipo. En realidad soy bastante introvertido. No sabe lo que me costó vencer mi timidez para acercarme a usted. ¿No quiere venir a sentarse a mi mesa, sólo por esta vez? Creo que la comparto con unos norteamericanos. Estarán encantados de conocerla.
Alma tenía la neta impresión de que no podría deshacerse de John Finch. Dijera lo que dijera, él seguiría insistiendo. Después de la primera sorpresa, se estaba dando cuenta de que sabía muy poco de Lydia. Era como esos hombres de lengua de terciopelo que entran en la floristería y trataban de trabar relación a partir del broche que usaba o su manera de hablar. Pensó que podría manejarlo.
—Iré a su mesa con una condición, señor Finch… que no hablemos de teatro. Se trata de un capítulo cerrado de mi vida y es bastante doloroso.
Se le iluminó la cara.
—Señorita Baranov, será un privilegio cenar con usted aunque hablemos de otras cosas. Mi mesa es la que está contra la pared.
—Antes de que nos reunamos con los demás, debo decirle que Baranov es el apellido de mi marido y no el de mi padre —se levantó para seguirlo.
Vio cómo esa información penetraba en Johnny Finch. No era un tipo muy rápido.
—Entiendo —replicó él de una manera que demostraba que no era así.
Alma se sintió aliviada. En cierto sentido estaba contenta de dejar su mesa solitaria.
En el otro extremo del restaurante, Paul Westerfield le estaba contando a los Cordell que ya tenía su billetera.
—Sabía que iba a aparecer —exclamó Marjorie—. La gente que viajaba en primera clase es respetuosa de la propiedad ajena. Nunca hemos perdido nada en ninguno de nuestros viajes a Europa.
—Incluso conseguimos algunas cositas —acotó Livy con cara seria.
—Tienes que tener más cuidado con lo que dices —lo retó Marjorie—. La gente puede tomar tus bromas en serio —se volvió hacia Paul—. Ahora no hay motivo para que no disfrute del resto del viaje. ¿Se quedará para el baile? Creo que la orquesta tiene muy buen ritmo. ¿No te parece, Barbara?
Barbara se encogió de hombros.
—Está bien.
—A decir verdad le prometí un par de copas al tipo que entregó mi billetera, así que debo ir al salón —se excusó Paul—. No me he olvidado de su dinero, señor Cordell.
—Yo tampoco, hijo —sonrió Livy.
—No creo que sea este el lugar más apropiado para devolvérselo.
—No soy orgulloso.
Marjorie dejó escapar un suspiro de exasperación.
—Livy, este es un lugar público. Déjalo para más tarde. ¿Y le han dado mesa, señor Westerfield? Nos encantaría que cenara con nosotros.
Paul explicó que tenía una mesa reservada con algunos amigos de su padre, y que ya era hora de que se reuniera con ellos. Les deseó buen apetito y se alejó con rapidez.
—¡Eso es gratitud! —comentó Marjorie con amargura.
—Estás acorralando al chico —le objetó Livy—. Déjalo respirar. Ya volverá.
—Tiene razón, mamá —afirmó Barbara—. Livy Tiene razón. Me estoy cansando de que trates de forzar a Paul para que se interese en mí. ¿No nos puedes dejar en paz?
Marjorie apretó los dientes.
—Si eso es lo que quieres… Ya sabes que no lo hacía para divertirme.
Esa noche no hubo mucha conversación en la mesa.
Hacia el final de la comida uno de los oficiales del barco se levantó para anunciar que en la primera noche en el mar se acostumbraba a elegir tres personas que se harían cargo de las distintas actividades. Como casi todos los presentes ya habían cruzado en la otra dirección y algunos eran viajeros regulares, la elección fue rápida. El presidente del banco Chase Manhattan fue elegido para hacerse cargo de los juegos de azar; el ganador de Wimbledon, Bill Tilden, fue persuadido a presidir el comité de deportes y un tenor italiano en camino a una nueva temporada en el Metropolitan como encargado de los espectáculos.
—¿Cómo va a encargarse de los espectáculos? —preguntó Johnny Finch—. No habla ni una palabra de inglés. Si tuviera la libertad de informar que usted…
—Pero no es así —interrumpió Alma enseguida—. Me dio su palabra.
A decir verdad, el locuaz Johnny se había comportado muy bien. Se ganaba la vida vendiendo automóviles y sabía un montón de historias fascinantes sobre sus clientes. En la bodega del Mauretania llevaba un Lanchester 40. Estaba muy orgulloso de él. Desde que estaba con la compañía, el Lanchester 40 se vendía más que el Rolls Royce Silver Ghost. En ese momento estaba tanteando el mercado norteamericano.
Alma no sabía nada de automóviles, pero se sentía muy contenta, de todos modos. Se rio con las historias de Johnny. Le permitían relajarse mientras él entretenía la mesa. Le gustaba la forma en que su cara surcada de arrugas exageraba las emociones. Le gustaba oírlo reír. Hubo momentos de la velada que olvidó el cadáver del camarote.