Vista desde el mar, Normandía era una deslumbrante franja de verde con casitas blancas y grises sobre las playas de roca azul. Cherburgo era un puerto pesquero. No estaba construido para transatlánticos, así que anclaron dentro en la Grande Rade, un muelle externo. Dos lanchas llevaron a los pasajeros y el equipaje. El sol de la tarde brillaba en el agua y los recién llegados saludaron a los pasajeros ya establecidos.
Paul Westerfield encontró a los Cordell en la cubierta de los botes contemplando toda esa actividad. Barbara lo vio primero.
—¡Paul! Me alegro de volver a verte. ¿No quieres venir con nosotros?
Le sonrió con tanta candidez que Paul se sintió avergonzado.
—Me gustaría, pero tengo un problema.
—¿De qué se trata?
Marjorie se inclinó hacia su hija.
—De quién se trata, es la pregunta adecuada, querida.
Barbara siguió la mirada de su madre hasta donde se encontraba Poppy.
—¡Pensé que Poppy se había bajado del barco en Southampton!
Paul trató de ocultar su incomodidad.
—Así debía ser, pero se nos pasó la hora. Va a bajar aquí, pero tengo ese problema que te mencioné. Me ha desaparecido la billetera.
—¿Qué quieres decir con «desaparecida»? —preguntó Marjorie—. ¿Te la han robado?
—No, no puedo decir eso. La perdí en alguna parte. La he buscado por todos los lados; Barbara, tú estuviste con nosotros en el café Verandah. Yo creo que no me saqué la chaqueta, pero Poppy piensa que pude habérmela quitado después de bailar. La billetera habrá caído en ese momento.
Barbara negó con la cabeza.
—No recuerdo que te la hayas sacado, pero yo me fui antes que vosotros. ¿Ya has preguntado a los camareros del café?
—Sí, al camarero de la cabina y al encargado de cubierta. Sin resultado.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Marjorie con aire compasivo—. Supongo que tendrías un montón de dinero.
—Eso no me importa, pero Poppy tiene que regresar a Inglaterra. Se quedó a bordo por culpa mía.
—¿Necesitas dinero? —preguntó Marjorie—. Livy, dale al señor Westerfield lo que necesite.
Livy no pensaba discutir con su mujer. Dijo: «Por supuesto», y empezó a sacar billetes de diez dólares.
—Dale diez billetes de diez y doscientos más —ordenó Marjorie—. Eso debería bastar.
—Se lo agradezco mucho —musitó Paul—. De no haber sido por ustedes no sé a quién hubiera recurrido.
—Al comisario de a bordo, hijo —replicó Livy—. Es el tipo al que hay que ver cuando se necesita dinero.
Marjorie le lanzó a Livy una mirada furiosa.
—Pero es mucho más agradable recurrir a los amigos cuando uno tiene un problema, ¿no es así, Paul?
—Sin duda. Gracias, señor Cordell. Le aseguro que se los devolveré en cuanto pueda.
—Olvídalo —sonrió Marjorie—. Ahora es mejor que vayas a asegurarte de que esa dulce chiquita inglesa sepa cómo volver a casa. —Cuando Paul se alejó, se dirigió a Barbara—: Porque no queremos volver a verla.
Livy todavía tenía la billetera abierta en la mano.
—Marje, ¿vas a decirme de qué se trata?
—¡Por Dios, Livy! Ese muchacho es la mejor oportunidad de Barbara en el barco.
—¡Mamá! —exclamó Barbara.
—Me refiero a que es un muchacho encantador, querida. Lo sé. Está bien, tenemos que admitir que Poppy trató de pescarlo. Tiene un atractivo superficial y es coqueta y te puedo decir por experiencia propia, Barbara que ningún hombre puede resistirse a una proposición de una chica como esa. Pero en seguida se dan cuenta de que han hecho el papel de idiotas, ¿no es así, Livy? No tienen nada. No es más que una basura que se tira por la borda. Olvídala. Paul la olvidará, te lo prometo.
—Mientras no se olvide de mis trescientos dólares… —dijo Livy.
—No pienso perseguirlo —se negó Barbara.
—Por supuesto que no —asintió Marjorie—. Volverá. Especialmente ahora que nos debe un favor.
—Ahora entiendo —musitó Livy.
—Magnífico. Qué ágil es tu cerebro, querido.
Por un rato la familia permaneció en silencio, mirando el embarque de los pasajeros. Más allá estaban subiendo los equipajes. En la cubierta ya hacía fresco y no había mucha gente mirando.
—Bueno, creo que todo terminó —reflexionó Livy.
—No nos moveremos de aquí hasta ver quién baja del barco —gruñó Marjorie—. Esa chica no nos va a hacer pasar por idiotas otra vez.
Livy se encogió de hombros y se dedicó a mirar las gaviotas.
Un momento más tarde cinco personas cruzaron la pasarela hasta el bote. Cuatro vestían el uniforme azul de la Cunard, y la quinta vestía una crêpe-de-chine dorado. Poppy se dio la vuelta y el Mauretania contestó con su sirena el agudo silbato del bote, que se alejó resoplando hacia el embarcadero. Poppy seguía saludando con energía.
—Me alegro de no estar en sus zapatos —dijo Barbara.
—No le tengas lástima —replicó Marjorie—. Es la única mujer en ese remolcador y me parece que viene muy bien. Y no me sorprendería que llevara encima la billetera de Paul.